LOS QUE VAN A MORIR
Los dos mil leoneses sacrificados en Cuba
Dos mil leoneses lucharon y murieron en la guerra de Cuba. Eleuterio Rubio Febrero fue uno de ellos. Su bisnieta trata de recuperar su memoria con la de los miles de españoles que fueron masacrados y olvidados por la historia
Con la vida de Eleuterio Rubio Febrero puede trazarse la historia de España. La suya es la del fin del imperio español y el comienzo del sentimiento de vacío que desembocó en la Guerra Civil. Este relato comienza más de un siglo después de que todo ocurriera y muy lejos de Cuba: en Matanza de los Oteros, el pueblo de León donde Eleuterio encontró de nuevo la vida a su regreso de la isla. Fue su bisnieta Nacha la que encontró los documentos que él depositó en el fondo de un viejo arcón, a salvo de la luz y de los curiosos, a su regreso de la guerra, al poco de comenzar otra ‘guerra’ en la que la desdicha del pasado se iría enlazando con la promesa de la vida y el futuro. Él tuvo suerte, más que la mayoría de desheredados que fueron arrastrados para morir hacia una guerra cuya solución se había decidido muy lejos de Madrid y en la que se demostró, como siempre, que la corrupción y el desapego del poder hacia la gente que sufre la historia está por encima de la vida.
En 1894 Eleuterio ingresó a filas como soldado de reemplazo. Lo hizo en el primer batallón del Regimiento de Infantería de Valencia número 23 junto a otros 118 compañeros cuyos nombres constan en la rotación nominal, uno de los documentos que obran en poder de Nacha. En él pueden encontrarse los nombres de los que no tenían posibilidad de elegir, soldados de reemplazo que se embarcaban hacia una de los últimos territorios del imperio al que luego se unirían Puerto Rico y Filipinas en la trampa ideada por Estados Unidos y ejecutada por William Randolf Hearst.
Era un 1 de diciembre y un año y dos meses después se produciría el conocido como el Grito de Baire, el levantamiento que prendió la mecha de la independencia, la declaración de guerra de Estados Unidos y la caída de la grandeza española. A partir de entonces, España fue sustituida por la American Fruit Company hasta el resultado conocido por todos.
El 21 de junio de 1895 Eleuterio partía hacia Cuba desde Valencia en el vapor Antonio López, el mismo que describió con triste sarcasmo Vicente Blasco Ibáñez el día de su despedida: «Una masa de jóvenes vestidos con trajes de mecánica, pasando el portón que conducía a la escala del Antonio López, mirando en derredor, andando como sonámbulos... Un rebaño gris que, mansamente guiado por los pastores tristes y desalentados, avanzaba hacia los embreados maderos, subiendo la escala para desaparecer en las entrañas del trasatlántico»...
Tres años después seguía vivo. Su resistencia le hizo merecedor del ascenso a sargento por mérito de guerra «según propuesta aprobada por el excelentísimo señor Capitán general de esta isla de Cuba a 31 de mayo de 1898». Sirvió a las órdenes del general Martínez Campos y participó en numerosas acciones de guerra. «Pasó mucha hambre y mucha sed en diversas ocasiones, además de otras calamidades propias de la guerra», dice su bisnieta mientras muestra con emoción los documentos que dan fe de la aventura caribeña de su antepasado.
No regresaría a España hasta un año después, el 4 de febrero de 1999 con una pensión de apenas 2,5 pesetas. Además, y según consta por la Comisión liquidadora, Eleuterio Rubio debería haber recibido por los cuatro años de guerra un total de 206 pesetas y diez céntimos, resultado de restar 618 pesos a los 569 que tuvo que abonar por su manutención en la isla. Y es que, además de pagar con su vida, los soldados tenían la obligación de proteger el armamento facilitado a costa de la hacienda que no tenían y, si caían enfermos, el cuidado y la medicación se descontaban también de la paga.
Nacido en Villanueva del Campo en 1874, unos meses antes de que Alfonso XII fuera coronado rey poniendo fin a la I República española, Eleuterio lograba un puesto de cartero tras volver a España como superviviente. El título de peatón cartero lo firmó el director general de Correos y telégrafos, Emilio Ortuño y Bertel el 1 de febrero de 1909. Habían pasado casi once años desde su regreso a España. El cargo que se le dio fue el de peatón de Valencia de don Juan a Villabrar, Castilfale y Matanza de los Oteros con obligación además de servir a Valdefresno. Todo ello debía hacerlo caminando, 30 kilómetros diarios, una jornada cercana a las 12 horas a pie, con lluvia, nieve o calor por la que recibiría un salario de 600 pesetas anuales. Casi diez años más tarde, el 23 de septiembre de 1918, le subirán el sueldo hasta las 850, tras ser ascendido al cargo de peatón conductor y dos años después se le sumarán más destinos al tiempo que se le concederá una caballería, pomposo nombre para decir que le fue cedido un burro para realizar la tarea. Poco a poco, Eleuterio progresó hasta lograr un ascenso salarial de 2.700 pesetas en 1934. Faltaban dos para el inicio de la Guerra Civil y había contraído matrimonio con Nemesia Martínez, con quien tuvo trece hijos. No todos sobrevivieron. Cuatro de ellos fallecían a los pocos años de nacer.
Nacha revela que, independientemente del cargo, se le confiaban asuntos, muchos de ellos delicados, que cumplía con la máxima fidelidad. Poco se imaginaba que esta ayuda le sería devuelta con la llegada de la Guerra Civil. «A su hijo le acusaron de pasar información a los rojos», revela al tiempo que dice que en su familia se decía sotovoce que entre los tormentos sufridos había uno especialmente violento: «Le arrancaron la piel», cuenta Nacha. Españolito que vienes al mundo...
De León partieron alrededor de 2.000 hombres, levas que se generaban con la simiente de la necesidad y la miseria. De hecho, todos los que podían pagar para evitar las quintas estaban a salvo de servir en ultramar. Sus familias abonaban al Estado 1.500 pesetas para comprar su libranza, una cantidad inalcanzable para la mayoría. Para hacerse una idea de lo que ese dinero suponía en la época, basta revelar que el jornal de un albañil era de 1,80 pesetas diarias y el salario agrícola oscilaba entre 1,40 y 1,80 a finales del siglo XIX. Los hijos de la pobreza recibían el nombre de sustitutos, recambios de aquellos para los que la guerra era una noticia en el periódico, jóvenes, a veces niños, que eran conducidos al matadero.
Fueron los menos quienes murieron a causa de las heridas. La mayoría lo hizo a causa de enfermedades propias del Caribe, por la mala alimentación y unas condiciones higiénicas inexistentes. Y, de nuevo, Blasco Ibáñez: «El porvenir no debe inquietar a ese rebaño gris de infelices que se aleja. Más de una mitad estará antes de tres meses pudriendo tierra (...)
Todo ello provocó que regresar se convirtiera en un milagro. Allí quedaron los restos de casi 60.000 soldados españoles masacrados por la fiebre amarilla y el vómito negro. Según el investigador e historiador Francisco Romero Salvadó —profesor de la Universidad de Bristol— el tifus o la fiebre amarilla multiplicaron por cinco las bajas causadas por las balas y los obuses de los ejércitos mambí y norteamericano. El ejército colonial español sufrió 10.000 caídos en acción y 50.000 por las enfermedades. La vacuna contra el tifus no aparecería hasta tres décadas más tarde, pero los norteamericanos aplicaron los métodos preventivos de Finley Barrés y de Matas (médicos cubano y norteamericano, respectivamente, y ambos de origen catalán) y con un ejército de volumen similar sufrirían sólo 5.000 bajas: 3.000 caídos en acción y 2.000 por las enfermedades. En la isla caribeña quedaron sin repatriación alrededor de 53.000 soldados españoles.
El análisis de Ramón y Cajal
El propio Santiago Ramón y Cajal, presente en la guerra, destacaba en un artículo de prensa en 1898 la dificultad que España tenía con las míseras condiciones en las que se envió a los soldados: «No hemos aprendido nada de las enseñanzas de las pasadas guerras. El primer error ha sido enviar a Cuba, en vez de 50.000 hombres bien equipados y alimentados, 200.000 soldados, en su mayor parte bisoños, y en un país donde la vida es carísima (…) Y todo para perseguir 20.000 insurrectos. Cuando el enemigo no desea combatir y vive refugiado en un territorio sin carreteras, ferrocarriles, ni población, emboscado en una vegetación impenetrable (…) La guerra no termina en tales condiciones por las armas, sino por la política. Además todos los que hemos estado en Cuba sabemos que el clima es mortífero, en triste complicidad con nuestra pésima administración, es decir, con el hambre, los atrasos en las pagas, el desbarajuste en la distribución y movimiento de las columnas (…)»
Tan pronto como comenzó la guerra empezaron a ponerse en marcha las quintas. Uno de los documentos del archivo municipal de Julio del Campo refleja el caso de uno de ellos. Se trata del mozo Marciano Monteguelo Esteban. Su tío destaca que el padre de éste, Ramiro Monteguela Collantes, lleva 18 años en paradero desconocido por lo que la madre, Josefa Esteban Ceballos, necesitaba recibir el expediente de la Iglesia para saber si vivía en la población a la que se enviaba la carta con el fin de formalizar el expediente de quintas.
Un legajo del archivo muestra la foto fija de como funcionaba la sustitución. La Inspección de la Comandancia Central remite una carta a la leonesa Manuela Álvarez en la que se le explica que ya se le han abonado a su esposo, Darío Tejerina, a través del Consejo de Redenciones un total de 526,95 pesetas. Asimismo, se pone en su conocimiento que a esta cantidad hay que añadir la de 19 pesos «que no han sido aportados hasta la fecha y que pueden pagarse en la actualidad». Se refiere a la diferencia de lo pagado para librar a su marido del reclutamiento. La carta está firmada el 21 de junio de 1897
De León partieron cuantos no tuvieron la posibilidad de hacer frente a estos pagos, alrededor de dos mil hombres, la mayoría a partir de 1996, según consta en el bando del alcalde Cecilio D. Garrote que conserva el Archivo Municipal de la capital. El bando es un ejemplo perfecto de la inconsistencia y frivolidad con la que se enviaba a todos ellos a la guerra cuando ya se sabía la sangría de vidas que estaba provocando: «A las ocho del día de mañana (19 de noviembre de 1896) sale de esta capital para Cuba la fuerza de regimiento de Burgos compuesta en su mayor parte, de hijos de esta provincia: y si, en ocasiones anteriores, demostró este vecindario, con su cariñosa despedida, que la fuerza expedicionaria llevaba sus votos por una pronta y completa victoria, más obligado está en la ocasión presente, tanto por tratarse de leoneses como por demostrar al mundo entero que está vuestro propio patriotismo tan vivo como en los primeros días de la maldecida insurrección». Esta es la publicidad. La verdad la escribió el autor de La Barraca en la misma carta: «Ya estaban allí esos buenos burgueses que a la menor alteración del orden público corren a esconderse en el último pueblo de la provincia, pero que, belicosos por aficción, gustan de leer por las noches, en la caliente cama y con gorro de dormir, las noticias de las batallas, y por las mañanas digieren mejor el chocolate si saben que hemos vencido (...)
La mayoría de los documentos que conserva el centro se refieren a las notificaciones de defunción de los soldados que se enviaba a sus familiares. Es el caso de Máximo Poza Aller. El Gobierno le comunica la muerte a su padre, Eleuterio Pozo, el 21 de mayo de 1898, que vivía «en el arrabal de Puente Castro de esta ciudad».
Los que sobrevivían a la guerra y lograban regresar lo hacían en barcos subcontratados en los que se hacinaban y donde muchas veces ni siquiera podían tumbarse. Su regreso a los puertos españoles se hacía en el más absoluto olvido. El silencio respecto a los que volvían en poco se parecía a las despedidas que la sociedad les había dispensado cuatro años antes. Muchos morían durante el viaje o tras su llegada a España a causa de enfermedades como la disentería, la diarrea crónica y el paludismo. Es el caso del leonés Pedro Díaz García. Este partió, según consta en uno de los legajos del archivo, de Puerto Rico y llegó muerto el 13 de octubre de 1898 al puerto de Vigo. La misiva, dirigida al alcalde de León, solicitaba información acerca de la familia más cercana del soldado fallecido. La llegada a La Coruña del vapor Isla de Panay, después de haber tenido 75 muertes a bordo durante el trayecto, conmocionó a la opinión pública. A partir de ese momento se procuró evitar la repatriación de aquellos enfermos demasiado débiles para la travesía y se habilitaron buques hospitales para esta labor.
Pero además, los que lograron seguir vivos tuvieron que enfrentarse a unas condiciones de vida caracterizadas por un país sumido en la amargura y la depresión económica, lo que les abocó a la mendicidad.
Termina el proverbial análisis de Vicente Blasco Ibáñez: «Y los que sobrevivan, si pueden volver a España, tienen asegurado el porvenir. Entre los que se despidieron ayer no faltará quien les compre los abonarés irrisorios con un descuento del 99 por ciento, y si quedan inválidos pueden aprender a tocar la guitarra para pedir una caridad a cualquiera de esas familias enriquecidas en Cuba, y es posible que, desde sus carruajes, les arrojen dos céntimos».