Diario de León
NORBERTO

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MÁXIMO SOTO | texto
León

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¡Aleluya!... Con el desayuno le habían servido el rumor: hoy podía ser el día del traslado. El dato, sin duda cargado de buenas intenciones, aun siendo emocionante, no le impidió dar la cabezada acostumbrada tras el sencillo refrigerio. Hasta que, brotando en la distancia, como en un ondulado eco propiciado por la estrechez de las calles, empezaran a llegar hasta él a lomos del viento leonés el destemplado redoble de tambores, entremezclado con agudos lamentos de cornetas que las grandes piedras de sillería del entorno reconducían en su cadenciosa alternancia. Era Domingo de Resurrección, la Procesión de Jesús Resucitado anunciaba así sonoramente su llegada a la plaza de la Catedral, que él, como espectador imaginativo, yaciente en una cama de la Obra Hospitalaria y conectado por vena a pequeñas máquinas que parpadeaban cifras sin cesar, trataba de escuchar y quería comprender. De pronto, le sobresaltó el batir de las alas de una paloma, perfectamente perceptible en la quietud del hospital, que vino a romper bruscamente el hechizo de la música, precisamente cuando intentaba identificar los distorsionados sones del conocido Himno de la Alegría , el «del que espera un nuevo día», que armonizaba con su abiertas expectativas matutinas. No sin dificultad giró la cabeza. La blanda almohada le facilitó en parte el gesto, y pudo posar la vista en la tenuemente soleada ventana. El suave contraluz aureolaba la blancura del ave, ágilmente posada sobre el negro antepecho de hierro forjado del balcón. Estaba tan inquieta como agitados sus propios pensamientos. Sin duda, caviló, la Hermandad de Jesús Divino Obrero habría realizado ya la escenificación procesional del Encuentro de la Madre Dolorosa, portada a hombros, y Jesús Resucitado que, en un gran paso rodante, asciende majestuoso desde la cueva-sepulcro. Momento cumbre cuando, al pie de ambos pasos, el cofrade lector de ese pasaje evangélico anuncia: ¡Cristo ha resucitado!, y con emocionado ¡Aleluya! dan suelta a las palomas portadoras de la buena nueva. El enérgico plaf, plaf de sus alas para remontar el vuelo, a modo de gozoso aplauso, satura de emotividad la plaza. Quizás sea una de aquéllas, y portadora simbólicamente de un particular mensaje de esperanza... ¡Ojalá!, se dijo. Y aunque hacía tiempo que por su ánimo circulaban con dificultad los buenos hálitos, la connotación sentimental del Jesús Resucitado y la solución para su dolencia, representada en la inquieta ave, le infundía un nuevo aliento. Necesitaba un vital y preciado trasplante. Nada menos que un corazón nuevo que le hiciera renacer, ¡resucitar!, tal como la coincidente fecha parecía corroborar. Se habían dejado de oír los sones musicales que le conectaban con la procesión. Concluido el encuentro, papones y público asistente estarían ya dentro de la Catedral. Decidió entrar mentalmente con ellos. En la penumbra inicial del gran templo gótico, creyó percibir un suave frescor, y se estremeció levemente entre las sábanas. El sol leonés que, sin duda, había bañado de luz y fulgor el Encuentro del Hijo resucitado y la Madre en Soledad, al atravesar las inmensas vidrieras, no tardaría en aportar el calor y el cromático esplendor que el acto religioso demandaba. Ilusoriamente alcanzó el luminoso crucero, allí donde debería latir el corazón del gran templo, y virtualmente escuchó... Y pudo disfrutar momentáneamente de un reconfortante acompasamiento cordial. Atónito, abrió los ojos a la dura realidad, y miró a la ventana, la paloma ya no estaba allí. ¿Habría sido una ilusión? Tampoco le sorprendía, pues sopor, sueño y realidad dolorida, hacía ya tiempo que se venían entretejiendo hasta componer, la más de las veces, un mundo irreal. Sin pretenderlo estaba viviendo, si vivir era aquella postración angustiosa cronificada que le atenazaba al lecho hospitalario, una Semana Santa muy distinta a otras pasadas, cuando la salud no había quebrado, y se preciaba de ser un espectador tradicionalmente fiel, vitalista y dinámico. Hacía tiempo que las limitaciones de aquel mal invalidante generaron en él, como vía de escape conformista, una gran afición al diseño artístico. El ordenador sería a partir de entonces su mejor aliado. Precisamente en la memoria de su PC tenía casi elaborado un cartel para la Semana Santa de 1999. El Jesús resucitado de Víctor de los Ríos había sido el tema central elegido. Aunque siempre le costaba un especial esfuerzo físico sentarse ante el ordenador, no fue así aquella tarde de noviembre de 1998, cuando, invadido por el optimismo de la lección bien aprendida, pues había estudiado con detalle el trabajo escultórico del insigne imaginero montañés, se puso manos a la obra. Animoso empezó por escanear la figura del Jesucristo Resucitado, que, en trance ascensional, marca con sus brazos un amplio gesto de amorosa acogida, preludio de una transitoria despedida. Hizo una pausa, como para recomponer mentalmente los hechos. De la pantalla del monitor hizo desaparecer, primero, la figura del hermoseado ángel, y a continuación la de los dos soldados romanos. ¡Resucitó! La solitaria figura de Cristo, en «levitación», ya era el tema central. Y como fondo, la Catedral, enmarcando con sus torres la ascensión. Mas, ¡la cara de Jesús le tenía sorprendido! Manejando el zoom la seleccionó a voluntad una y otra vez, llegando a pensar que De los Ríos había dotado al rostro del redentor de una expresión demasiado severa. Plausible para el momento exacto de salir del sepulcro, pero poco compaginable con la alegría de la resurrección y la ascensión hacia el Padre. No osó manipularla, aunque, en el acabado final texturizado que había ensayado, se agravara ése matiz. Y así, cuando languidecía la tarde del Martes Santo, la Cofradía del Santo Cristo del Perdón, en su llegada ante el Locus Apellationis de la Catedral con el preso a liberar, le abriría por el índice el libro de los recuerdos, con el repercutir sonoro de las bandas de música. ¡Máter dolorosa! Bueno, no sólo a él, también a su madre, que como siempre a su lado compartía y sufría. Mas, ¡qué diferencia en la evocación! Aun siendo coincidentes en el fondo, diferirían en la perspectiva. Él componía los recuerdos con languidez pesimista, en tanto ella procuraba rescatar imágenes amables, mientras con su cálida y acariciante mano le sujetaba el brazo que soportaba los tubos medicinales. La tarde del Jueves Santo había sido de un continuo estímulo sonoro. Primero los ecos de la procesión de la Santa Cena, la colosal obra de De los Ríos, realizada para la Hermandad de Santa Marta, que, partiendo de la Catedral, a ella regresaría tras un recorrido que difería sustancialmente con el planeado por el escultor. Y, apenas hubo frugalmente cenado, por delante de su ventana, los cofrades del Santo Cristo de la Injurias pasarían ese anochecer, marcando su marcha procesional con un fuerte golpear de las horquetas que reverberaba en la estrecha calle. «Bebamos hermanos¿» Los murmullos y destempladas voces provenientes de los cubos, originadas en una marcha bufa, un punto irreverente e injuriosa para el sentir del respetuoso creyente, le resultaban, cuando menos, tontamente oportunistas. Grupos de gentes, en simulada procesión, recordaban a un anodino pellejero llamado Genarín. Un personaje tan sólo trascendente desde la perspectiva poética de cuatro preclaros vates, que, años ha, por el viejo barrio, y para su solaz, de tasca en tasca le evocaban en verso, entre ardientes tragos. Hoy, en masificado remedo, cientos de leoneses pretenden emular, trasegando «agua de fuego», aquella broma o divertimento original. Y, además, no les faltan espectadores. Con el agobio morboso de ese ajetreo callejero, a modo de fijación mental machacona, sumado al desequilibrio de la propia enfermedad, tardó en dormirse aquella noche. Tal vez por ello le costara más de lo acostumbrado salir del sopor de los medicamentos y despertar a un nuevo día. Precisamente a un Viernes Santo, día especialmente clásico en los desfiles procesionales leoneses de siempre. ¡Como brotes de olivo!... Cuando la esquila, el tambor y la corneta de la Ronda en la procesión de los Pasos hacían oír sus diferentes y progresivas voces, él trataba de dormitar sus inquietudes Por ello necesitó de la voz reiterada de su madre para ponerse, no sin esfuerzo, en situación de comprender -la Oración del Huerto está llegando, ya ondeando las ramas del olivo-, le decía, con cierto énfasis, desde su emplazamiento ocasional ante la ventana. Su respuesta no fue inmediata. Un poco a borbotones, y de forma reflexiva, apuntó: «La figura de Jesús, que el omnipresente escultor De los Ríos realizó para la cofradía Dulce Nombre de Jesús Nazareno, siempre me ha impresionado», vaciló unos segundos y continuó: «Rodilla en tierra tiende la mano, con gesto más interrogante que implorante, hacia el cáliz de la amargura que porta el ángel». Tras una nueva pausa, precisó: «el ángel es todo un efebo de rizado cabello, y parece hermano del que, al pie del sepulcro, hace acompañar a Jesús en el paso del Resucitado. Obsérvalo¿» Unos discretos golpes en la puerta, interrumpieron su perorata reflexiva. Una enfermera, de risueño semblante, vino a traerle la gran noticia: en breves fechas le iban a trasladar a un Centro de Transplantes. Su nombre figuraba ya en lista de espera. Ya, ni el lamento del metal abriendo brecha, ni el golpeteo redoblante de los parches, intercalados en la representación pasional a hombros de los papones de negro sayal, centrarían de pleno su atención. ¡Se le acababa de abrir de par en par la anhelada puerta hacia la esperanza!, y el deseo de atravesar cuanto antes su dintel era obsesión. Aquella misma noche, por ser año impar, y organizar la procesión del Santo Entierro la Cofradía Minerva y Vera Cruz, tuvo oportunidad de ver, por ojos de su madre, el magnifico paso del Descendimiento, llevado a hombros con gran esfuerzo. Mas su mente, influenciada por la emoción ante el traslado, estaba en otra onda, no hacía más que preguntarse: ¿Cuándo será?, cuándo¿ Interrogante preñado de ilusionado deseo que, a modo de petición, se repitió durante todo el sábado, hasta hacerse mentalmente daño¿ ¡Surréxit!... Curiosamente, cuando los papones de Jesús Divino Obrero, despojados de capirotes y capillos, cual signo de alegría, en reorganizada procesión se alejaban más y más de la Catedral, y los sones musicales se iban atenuando, él, en ambulancia medicalizada, estaba a punto de emprender el deseado viaje hacia la resurrección que el transplante le supondría. El cartel, diseñado con tanto esfuerzo, permanecería para siempre en el insensible disco duro de su ordenador personal.

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