Diario de León

Atapuerca: donde los fósiles duermen en cuevas

El descubrimiento, en 1976, de una mandíbula de hace 300.000 años en la Sima de los Huesos promovió el inicio de lo que hoy es el yacimiento, un símbolo mundial en el estudio de la evolución humana

EDUARDO MARGARETO

EDUARDO MARGARETO

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MARÍA MARTÍN | texto
León

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Como en todos los grandes hallazgos de la Humanidad, el azar jugó un importante papel en el descubrimiento de los yacimientos prehistóricos de la Sierra de Atapuerca. Fue a finales del siglo XIX, cuando la compañía británica The Sierra Company Limited abrió una trinchera de más de un kilómetro de longitud y veinte metros de profundidad para dar paso a una línea de ferrocarril minero que dejó al descubierto numerosas cuevas excavadas en un terreno kárstico. A lo largo de miles de años, las cavidades se fueron rellenando con depósitos sedimentarios, conservando así centenares de miles de fósiles, humanos y animales. «Si no existieran las cuevas, Atapuerca no sería importante, porque aunque hubieran vivido aquí especies de homínidos desde hace centenares de miles de años, no habría restos», afirma Eudald Carbonell, uno de los tres codirectores de los yacimientos, ligado a este proyecto desde hace casi treinta años. Junto a Carbonell, dirigen los yacimientos José María Bermúdez de Castro y Juan Luis Arsuaga. Arraigados a la sierra burgalesa como si hubieran nacido en ella, a los tres se les nota la pasión al hablar de su trayectoria en los yacimientos que, en el año 2000, fueron declarados Patrimonio de la Humanidad. «Esto es mi vida, lo demás es marginal», confiesa Arsuaga, mientras Bermúdez de Castro admite que, tanto en el aspecto personal como científico, su vida «ha dado un vuelco» en los 24 años que lleva trabajando en Atapuerca. Finalmente, Carbonell subraya el «balance aterrador» de su trayectoria en Burgos: «Cuando empezamos a trabajar éramos siete u ocho personas; ahora, entre 150 y 200. Antes podíamos sacar 100 fósiles en una campaña; ahora, entre 30 y 40.000», detalla. Nace el «mito» Con este bagaje profesional a sus espaldas, Eudald Carbonell atesora razones más que suficientes para certificar que, hoy por hoy, Atapuerca es «todo un símbolo, un mito, una estructura que está en la cabeza de todos los científicos que estudian Paleontología y Arqueología en el mundo». Sin embargo, ha costado mucho llegar hasta aquí. Durante décadas, el subsuelo de la sierra burgalesa permaneció en silencio, a la espera de que alguien decidiera iniciar una búsqueda que daría, años más tarde, unos resultados extraordinarios. Antes del descubrimiento fortuito de la Trinchera del Ferrocarril (su origen le dio el nombre a esta hilera de cuevas en medio de la montaña), Atapuerca tenía ya otro punto de interés la denominada Cueva Mayor, en la que actualmente se ubica la Galería del Sílex, el Portalón y la Sima de los Huesos. Precisamente, en esta última, lo más antiguo de la sierra, se halló en 1976 el primer fósil humano, una mandíbula perteneciente al Homo Heidelbergensis, especie ubicada en la época interglaciar (entre 500.000 y 150.000 años) y de la cual la Sima tendría mucho que decir tiempo desupués. Estos años, en los que se empezó a confiar en el enorme potencial fósil que tendría la Sierra, constituyeron la «época heroica», define Juan Luis Arsuaga, un periodo de condiciones precarias que fue mejorando poco a poco hasta que se produjo el hallazgo de tres cráneos en la Sima de los Huesos en 1994, que dio origen a la era de los descubrimientos . Rituales funerariosPosteriormente, aparecerían muchos más fósiles, pertenecientes a 30 individuos de la especie Heidelbergensis, hasta el punto de permitir realizar un «viaje en el tiempo», en palabras de Arsuaga. «Prácticamente los podemos estudiar como si estuvieran vivos. Es como tropezarse con 30 humanos de hace 500.000 años y casi conocerlos personalmente». Sobre lo que ya se sabe, el paleoantropólogo señala que esta especie se situaba «muy arriba en la pirámide ecológica» y que eran «grandes cazadores sociales», hasta el punto de que sólo encontraban competencia en los leones. No sólo cazaban, también se nutrían de los frutos carnosos de la zona y de otros vegetales, de los que se alimentaban en los meses de verano y otoño. Físicamente, medían en torno a 1,75 metros y pesaban alrededor de 95 kilos, por lo que se podrían comparar con los actuales atletas de pesas. Pero lo que hace realmente sorprendente al Heidelbergensis, antepasado de los Neandertales, es la aparición de un bifaz de cuarcita roja y ocre, hallado en 1998 y bautizado Excalibur , que constituye el único elemento de industria lítica encontrado en la Sima de los Huesos. Esto hace pensar «que este yacimiento es el resultado de una práctica de tipo ritual, el primer santuario de la historia». El caníbal Este descubrimiento, que otorga a estos homínidos una cualidad específicamente humana como es «la aparición de la conciencia», es considerado uno de los «grandes hitos culturales y biológicos» aportados por Atapuerca a la Humanidad. El segundo, apostilla Carbonell, es el hallazgo de una nueva especie en la Gran Dolina -yacimiento de la Trinchera del Ferrocarril-, el Homo Antecessor, localizado en 1997 y que le valió al equipo investigador la concesión del Premio Príncipe de Asturias de Investigación y Premio Castilla y León de Ciencias y Humanidades. Estos habitantes de la sierra burgalesa hace 800.000 años se consideran los primeros europeos y, pese a que los científicos todavía están avanzando en su estudio, ya se han determinado algunas de sus cualidades. La más sorprendente, por estremecedora, es la condición de caníbales de estos homínidos. Según Bermúdez de Castro, «este aspecto ontológico que probablemente todas las especies humanas han practicado, aquí se ha testimoniado por primera vez». El Antecessor entró en la Península procedente de África (donde evolucionó hacia el Homo Sapiens) y encontró en Atapuerca un lugar ideal para asentarse, con un clima templado, abundante caza, mucha agua y, sobre todo, numerosas cuevas como lugar de refugio. Además, hace 800.000 años, la actual sierra prácticamente desprovista de vegetación era una zona de bosques infranqueable, lo que impidió el paso de aquellos primeros homínidos hacia el resto del continente hasta unos miles de años después. Minuciosidad La radiografía de cómo era el clima y el paisaje en aquel momento de la Prehistoria la dibuja Gloria Cuenca, doctora en Ciencias Geológicas por la Universidad de Zaragoza y responsable de la instalación del lavado en Atapuerca. Junto al río Arlanzón y al pie de decenas de sacos con sedimentos extraídos de la sierra, la geóloga explica cómo los restos de microfauna que se hallan entre la caliza, el polvo y la tierra, sirven para realizar una datación bastante aproximada de los fósiles que se van descubriendo campaña a campaña. La doctora Cuenca aclara que en los propios yacimientos se separan los restos que aparecen a simple vista (macro) del resto, que llega a la orilla del río distribuido en sacos y perfectamente identificado con etiquetas de su procedencia. «Si en alguna muestra se pierde la etiqueta, tenemos que tirarla porque no sirven de nada los restos si no se sabe de dónde proceden», asegura. De los sacos, los sedimentos pasan a cubos con agua, «para ablandar la arcilla», y de ahí a la instalación de tamizado, en la que, con ayuda de agua a presión (que procede y regresa al Arlanzón), se van lavando los restos, al tiempo que se separan por tamaños del grano. Entonces, de los tamices pasan a telas extendidas bajo el sol, para secar los restos y así impedir roturas de los huesos más frágiles. Cada día, durante la campaña, en el río se limpia aproximadamente una tonelada de sedimento, de la que se pueden obtener alrededor de 20 kilos de concentrado. Es entonces cuando el trabajo se vuelve extremadamente minucioso, ya que hay que separar manualmente la microfauna de lo que no lo es, desde restos de «castores, puercoespines o nutrias, que se aprecian a simple vista, a los que no se ven, como musgañas o musarañas». Los dientes de estas últimas, reconoce Gloria Cuenca, son «lo más pequeño» que se localiza en Atapuerca, menos de medio milímetro. Dataciones El sentido de esta escrupulosa búsqueda es obtener información a través de la bioestratigrafía, que permite «conocer la edad de los niveles en función de los sedimentos que aparezcan». De este modo, «gracias a la microfauna, sabemos que la Trinchera Elefante tiene 1,4 millones de años y que en aquella época una treintena de mamíferos convivieron juntos». Y es que para datar la mayoría de los yacimientos de Atapuerca se queda muy corto el popular método del Carbono 14, que únicamente es válido para el Pleistoceno superior, esto es, para los últimos 45.000 años. Para lo más lejano, se utiliza la bioestratigrafía y otras técnicas, como la medición por el esmalte de los dientes de los animales. De los yacimientos en los que actualmente se trabaja en la Trinchera del Ferrocarril, el más antiguo es Elefante. Una de sus responsables, Rosa Huguet, explica que su peculiaridad es que permite «ver toda la secuencia geológica entera, desde la parte superior, datada en 300.000 años, a los niveles inferiores, de 1,3 millones». Hay, pues, un millón de años de evolución entre lo más moderno y lo más antiguo, aunque no hay evidencias de todas las épocas. Sin embargo, hay partes que faltaban en otros yacimientos de la Trinchera, como en la Gran Dolina, una secuencia de 15 metros que cubre el espacio de tiempo desde hace un millón de años a 300.000. Tal como apunta el investigador Robert Sala, esto permite comprobar «la evolución del paisaje, de los animales y del comportamiento humano prácticamente desde los primeros humanos que llegaron a Europa hasta el Heidelbergensis». Sin salir de la Trinchera, bajo la Gran Dolina se encuentra el complejo Galería-Covacho de los Zarpazos, en la que se han descubierto ocupaciones de entre 200.000 y 350.000 años. En esta galería existe una especie de chimenea que se considera una trampa natural por la que caían los animales de los que se alimentaban los homínidos. Pero también se ha encontrado un «espectro faunístico muy interesante», incluyendo algún resto de oso «que murió en la cueva durante la hibernación», apunta Carlos Díez, responsable de Zarpazos. Más allá del campo Con excepción de la microfauna, cuya investigación prosigue Gloria Cuenca y su equipo durante el resto del año en la Universidad de Zaragoza, todas las piezas que se localizan en cada uno de los yacimientos (alrededor de 500 diarias) se trasladan en jornada vespertina al laboratorio de campo, instalado en al Residencia Gil de Silóe de la capital burgalesa. Los mismos excavadores son ahora los que realizan las comprobaciones obligatorias de que cada etiqueta esté correctamente asociada a cada fósil, antes de lavarlo y realizar una somera inspección ocular. Si están excesivamente deteriorados se llevan al laboratorio de restauración, lugar donde preparan el material más delicado para su estudio, a través de «la limpieza, consolidación y reconstrucción, siempre pensando en la conservación», señala Lucía López-Polín, que coordina esta parte del proceso. Después, regresan al laboratorio para ser estudiados. Tras comprobar con una lupa si el fósil tiene alguna marca que merezca investigarse, los científicos o alumnos, ataviados con esmalte y rotuladores indelebles, proceden al siguiente paso, siglar la pieza, esto es, identificarlo con las siglas de su procedencia, antes de incluirlo en la base de datos. Con toda la información recogida en una campaña -más de 22.000 entradas en 45 días-, la investigación continúa el resto del año en los diferentes centros españoles en los que trabajan los codirectores. Así, Arsuaga continúa el trabajo en el Instituto de Salud Carlos III de la Universidad Complutense de Madrid; Bermúdez de Castro se queda en Burgos, en el Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana; y Carbonell traslada su sede de operaciones a la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Las universidades de Burgos, Alcalá de Henares y Zaragoza también colaboran en el seguimiento del estudio arqueológico. Futuro prometedor El final de la campaña de excavaciones de 2006 lo afrontan los tres codirectores con la seguridad de haber logrado otro éxito en cuanto a resultados y con la mirada puesta en la siguiente. Y es que perspectivas de futuro, le sobran a Atapuerca. «Nos queda mucho por saber; cómo eran físicamente, de qué morían, cómo fue su evolución, los climas en los que vivieron, su vida social, su lenguaje (...). Esperamos algún día saber algo de su ADN», confía Juan Luis Arsuaga. De todo lo avanzado hasta el momento, José María Bermúdez de Castro sostiene que quedará un «extraordinario» legado para la Humanidad, no sólo por las nutridas colecciones de fósiles e industria lítica halladas en Atapuerca, sino por el equipo científico que poco a poco se ha ido desarrollando: «Al final habrá una cantidad de científicos trabajando en fósiles en España como nunca jamás ha habido y eso hará que probablemente España sea uno de los países de cabeza en la Prehistoria europea, como antes fueron otros». Pero no sólo el trabajo científico ha sido importante, «el de socialización todavía más», expone Eudald Carbonell, quien destaca el trabajo del equipo de Atapuerca para «convertir la evolución humana en un problema social, que el mundo vea que es necesario entender la evolución para conocer cómo funciona nuestra especie». Y es que, concluye Bermúdez de Castro, hay que saber leer «los mensajes que tiene el pasado para mejorar en el futuro como especie».

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