Manuel Suárez Morán: «En la vida hay que aprender a conformarse»
«Seguiría dedicándome a lo mismo que he sido siempre: labrador»
Hay vidas densas, copiosas, turbulentas, que dejan regueros de hijos y nietos y también un goteo inagotable de preocupaciones. Otras son más apacibles, con menos aristas. Vidas más sosegadas que parecen haber aprendido la lección de calma que impartían esos milagrosos valles, hijos del Luna, que, en estos días, volverían a dibujar las mejores acuarelas de la montaña de no haber sucumbido bajo las aguas del pantano. Manuel Suárez Morán pertenece a ese tipo de gentes tranquilas cuya peripecia vital tiene algo de prudente ejercicio autodefensivo: «En la vida hay que conformarse con lo que uno tiene y, si ves que uno viene delante con mucho, es seguro que hay otro que viene detrás con mucho menos». Esa filosofía le ha permitido llegar al filo de los 84 años en un envidiable estado físico si se exceptúan algunos retales como una puñetera sordera, que obliga a hablar alto y despacio, y una dentadura huida que dijo hasta aquí hemos mordido y abrió de par en par un amplio menú de sopas y purés. Manuel Suárez es hombre bien conocido en Los Barrios de Luna, el pueblo que se salvó por los pelos y que dio nombre al embalse que enmarca desde hace medio siglo su horizonte. Hasta hace dos años vivió allí, en su casa, capeando con habilidad su soltería; pero ahora se bebe los días en la Residencia Lorenzana y no parece estar precisamente a disgusto: «Ropa limpia, cama hecha, habitación limpia, la comida está bien, me tratan con mucho cariño, ¿qué más voy a pedir?». -Pero, antes de llegar aquí, ¿cómo se organizaba solo en el pueblo? -Algunos días me hacía la comida pero otros iba a comer a una casa de comidas en el mismo pueblo. Por la noche me hacía unos huevos, un poco de jamón, unas patatas, algo de matanza, y así. -¿Y eso de la soledad? -Siempre me he llevado bien con la soledad. He sido capaz de estar muy tranquilo solo y sin hacer más que tomar el sol. -¿Siempre soltero? -Soltero. Novias a buten, pero de ahí no pasé. Me gustaba más ir de flor en flor y así no he tenido preocupaciones de mujer ni de hijos. -¿Estoy ante un hombre feliz? -Es verdad, viví bien. Y, con la misma sinceridad, reconoce que el trabajo y la buena cabeza de sus padres, se lo pusieron bastante fácil. «Mi padre se llamaba Filiberto Suárez y mi madre Filomena Morán. Mi madre era muy trabajadora y estaba pendiente de todo en la casa. Mi padre, que era el rico del pueblo, era más administrador y supo aumentar el patrimonio familiar». -Unos nombres curiosos los de sus padres¿ -Sí, un día, iba yo con el tractor y un guardia civil, que era un poco jilipollas, me paró a unos dos kilómetros del pueblo por no llevar el carné de identidad. Yo le dije que lo tenía en casa y, a pesar de que me conocía, me preguntó como se llamaba mi padre: «Filiberto», le dije. ¿Y su madre?, «Filomena», le contesté. Y él me dijo: «Oye, menos cachondeo, menos cachondeo¿». Las raíces de Manuel se hunden muy adentro en la montaña del Luna: «Los bisabuelos de mi padre ya tenían capital en Los Barrios. Mi padre aumentó el capital, la gente venía a pedirle dinero para una vaca, para un arreglo en la casa, etcétera, y mi padre se lo dejaba. Ponía un interés que siempre era mucho más bajo que el del banco pero se arriesgaba porque había quienes marchaban con el dinero ya no volvían¿ Era una buena persona que ayudó a mucha gente. También le gustaba la politiquilla. Era de derechas y, cuando la guerra, se fue bandeando pero al final se lo llevaron a San Marcos. A través de unas amistades conseguimos que no le mataran pero sufrió mucho el hombre porque ya era mayor. Murió en el 41 y mi madre en el 57. A mi madre le preguntaban cómo es que se casó con mi padre, que era mucho mayor que ella, y solía decír: «a mí siempre me gustó lo grande» Mi abuela se llamaba Carmela y era muy lista. Cuando acababan de recoger el grano en la era, hacía su maleta, se iba a La Robla, cogía el tren y marchaba a Gijón a tomar los baños. Cuando volvía decía: «vengo con energía para todo el invierno». -Usted ha sido siempre labrador y ganadero, ¿no es así? -Sí claro, mi padre siempre tuvo muchas yeguas, vacas, castrones¿ A los del pueblo nos decían «los castroneros» porque, cuando llegaba mayo, pasaban para la Cabrera y venían con 40, 60 o más castrones (chivos castrados) cada uno y cuando tenían un año los vendían y sacaban un buen dinero. Yo seguí dedicándome a lo mismo y si volviera a nacer sería lo mismo: labrador. -Pero no me ha hablado de su infancia, de la escuela de aquellos años... -Entonces había muchos niños fíjese. Hubo unos años en los que había dos turnos:unos por la mañana y otros por la tarde porque éramos más de 30. Entonces el pueblo estaba muy animado porque en todas las casas éramos muchos; nosotros éramos cinco hermanos, tres hombres y dos mujeres; quedamos una chica y yo. Entonces no había televisión, no había radio, ni luz eléctrica y ¡hala! ¡pa la cama y guajes palante!. Pero yo fui poco a la escuela. Mi hermano era maestro y me ayudó bastante. El campo, las vacas, las yeguas, unos gochos para asegurar las calorías, los castrones... ese fue el mundo de Manuel que, no obstante, tuvo también mucho tiempo de disfrutar. Una úlcera en el estómago que tenía mala pinta le llevó un día, hace ya unos 30 años, al quirófano pero el consejo del médico fue mano de santo: «necesita sol y calor: Andalucía, Canarias...». Y cogió el avión: «Tenía una cartilla del Banco de Santander con unos ahorros y con los intereses de aquella cartilla me iba de vacaciones a Canarias; pasaba allí largas temporadas la mar de bien; el tiempo más bueno de mi vida. Y fíjese, con 84 años, estoy como un príncipe. No tomo más que una pastilla por la noche, como bien, duermo bien, traigo el bastón por traerlo, por precaución, porque no veo demasiado bien y al salir hay un escalón...». -¿Cómo vivió la historia del pantano? -Aquello era un aburrimiento terrible. Algunos tuvieron suerte y pudieron progresar pero, cuando vuelvo, miro por donde estaba Mallo y me da una pena... Había una fiesta, la del Cristo, a la que venían montañas de gente, algunos iban descalzos para cumplir una promesa y llevaban unas túnicas de rayas blancas y negras que llamaban mortajas y un capirucho feo como un diablo . Daban vueltas a la iglesia... Pero todo se acabó. -¿Es usted religioso? -Siempre lo he sido. Tengo mis oraciones por la noche y la misa de los domingos aunque aquí sólo la traen un viernes cada quince días. Un hermano de mi padre era cura y un hermano de mi abuelo también. De aquella tener cura en casa era muy importante. Al hermano de mi padre, que se llamaba Aniano, le pedían dinero para cualquier cosa. Tenía una vaca en casa y la ordeñaba y si veía que tenía poca leche la traía para casa de mi padre y se llevaba otra más lista». Manuel Suárez aún saborea con la calma y conformación de siempre, los viejos recuerdos, incluidas aquellas rebanadas-milagro de mantequilla con miel. -¿Qué le parecen los jóvenes de hoy? - Creo que es una gente muy buena. Tendrán sus defectillos pero saben conducirse y saben dónde quieren ir. Yo así lo veo, no sé si me equivoco. -¿Le preocupa el futuro de nuestro país? - Pues no porque tenemos un rey estupendo, que Dios lo conserve muchos años, y su hijo, el «felipín», me gusta, muy inteligente ¿eh?. Y Zapatero también me cae bien aunque la política, para ellos; de eso no quiero saber nada.