Diario de León
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León

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|||| Cuando llegue noviembre hará diez años de la muerte de Enrique Urquijo, aquel chico que un día se acercó a su hermano Álvaro y le dijo: «Mira, he hecho esto: Déjame, no juegues más conmigo-¦». Álvaro se puso a la guitarra y, según confiesa, para salir del paso lo antes posible, construyó el riff más delicado y poderoso del pop español de los años 80. Había tanta urgencia por tener canciones que aquel «Déjame» quedó rematado en tiempo record. Y, sin saberlo, Los Secretos, antes Tos, firmaron una de las canciones en las que el azar, la frescura y el talento caminaron de la mano con tanta fuerza que aún, esa canción, tal cual fue concebida, ejecutada y producida, puede competir con las maneras actuales de grabar.

Cuando Enrique descubrió que había otros mundos más allá del pop, se dio de bruces con las letras de las rancheras, con José Alfredo, del que se consideraba fan número 1, con Chavela Vargas y demás, y con el rock americano de los Tom Petty y compañía. Entonces, su figura creció en forma de canciones alejadas del acogedor formato de Los Secretos y entre su desconcertante y adictivo universo personal. Se enganchó, se desenganchó y reenganchó tantas veces que parecía que esa circunstancia era la única que prevalecía en su vida. Hasta hubo libros que, con el pretexto de retratar al genio de innumerables canciones, se recrearon de manera estomagante en su desafortunada travesía por las drogas. Por eso, su hermano Álvaro nunca permitirá la indiscreción de los oportunistas ni la presencia de los que ayudaron a su derrumbe. Porque él sabe que detrás, o mejor, delante de todo eso, había una persona poliédrica, talentosa, apasionada por tantas otras historias, llena de planes de futuro, un padre.

Con estos diez años encima, sí, realmente, lo que queda es la versión natural de Enrique Urquijo. Un tipo capaz de subirse a un escenario, con sus vértigos, él los tenía, ante miles de personas, y después coger la guitarra en un pequeño local y tocar ante un par de decenas de espectadores las canciones que le hacían temblar. Un tal Quique González es en parte su heredero natural. Un día, una noche, apareció desplomado en el portal del número 23 de la calle Espíritu Santo de Madrid. Antes, otro día, le cantó a su hija, a la niña de sus ojos, aquello de: «Agárrate fuerte a mi, María».

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