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Artur Mas presenta su querella como un ataque a la manera de hacer de un pueblo

Como hizo en los ochenta Jordi Pujol, intentará convertirse en un mártir del soberanismo.

El presidente de la Generalitat, Artur Mas.

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cristian reino | barcelona
León

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Artur Mas quiere que se repita la historia. Como hace treinta años, cuando la Fiscalía se querelló contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana, que a la postre le acabó sirviendo en bandeja la mayoría absoluta, el actual presidente de la Generalitat está dispuesto a sacar el máximo rédito político a la denuncia que el Ministerio Público presentará en los próximos días contra él, contra la vicepresidenta Joana Ortega y la consejera Irene Rigau por cuatro delitos cometidos supuestamente el pasado 9-N.

Hace tres décadas, Pujol exhibió el intento de los fiscales de procesarle como un ataque a Cataluña, igual que ahora Mas, que hace un paralelismo con su mentor político y une los conceptos de querella y pueblo catalán. «No se trata de una querella contra unas personas concretas, sino contra la manera de hacer de un pueblo entero», afirmaron ayer desde el Gobierno catalán. «Cuando el pueblo quiere hablar, es una pena que la reacción del Estado sea hacer actuar a la Fiscalía y a los tribunales», afirmó el propio presidente de la Generalitat.

Mas habló de «decepción», dando a entender que el proceso judicial complica la vía de diálogo y que como conclusión cada vez quedan menos puentes en pie entre las dos administraciones. «La respuesta a una demanda de diálogo ha sido una querella criminal», añadió en esta línea la vicepresidenta catalana, Joana Ortega, que acusó al PP de ser una fábrica de independentistas. «Cada vez nos empujan más fuera de España», dijo la democristiana, que representa a un partido, Unió, que también está haciendo el giro hacia el independentismo.

Con el horizonte de las plebiscitarias -está por ver si en breve o a medio plazo- el jefe del Ejecutivo capitaliza todo lo que tiene que ver con el 9-N. Primero intentó patrimonializar el resultado de la votación, con la consecuencia de que Esquerra ha perdido la iniciativa y la capacidad de presión y por primera vez en dos años de legislatura Mas puede administrar los tiempos. La siguiente operación consistió en reforzar su figura como líder del país, para encabezar una lista electoral, al margen de las decaídas siglas de Convergència, asumiendo en su persona lo que desde el nacionalismo catalán entienden como la enésima ofensiva del Estado contra el autogobierno y a las libertades democráticas. Victimismo preelectoral, como el que Pujol abanderó en los años ochenta, en el que Mas envuelve la querella como un intento del Gobierno central de reprimir por la vía judicial a los representantes legítimos de los catalanes. Lo que le sirve además para cargar de razones su apuesta independentista y reivindicar un «país distinto», en el que «cuando alguien quiera ser escuchado no se piense en los tribunales». El presidente de la Generalitat presenta la querella como la constatación de que en el actual estado autonómico Cataluña no tiene nada que hacer. Justifica además el proceso soberanista como la única respuesta posible a la presunta falta de calidad democrática de un Estado que se atreve a utilizar las leyes como herramienta para coartar la libertad de expresión de una sociedad, y que se querella contra los representantes políticos que han puesto las urnas para que los ciudadanos se puedan expresar libremente, según el argumentario soberanista.

La denuncia le ha permitido a Mas cerrar filas en su partido, reforzar su liderazgo frente al de Oriol Junqueras y aparecer casi como un presidente mártir al que atacan desde el Estado, primero a base de informaciones sobre supuestas cuentas en Suiza -como en las elecciones de 2012- y ahora con denuncias por desobediencia, prevaricación, malversación o usurpación. Las muestras de solidaridad con el presidente catalán se suceden a diario. Ayer fue la Asamblea Nacional de Cataluña.