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León

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La previsible elección por aclamación de Alberto Núñez Feijóo al frente del PP es un movimiento de alcance que cierra una semana trepidante, con el tremendo mazazo de la guerra en Ucrania como inesperado sacudida final. Tras esta revolución de febrero, el PP intenta cerrar la profunda herida abierta tras la caída de Pablo Casado con un nuevo liderazgo revestido de una fuerte autoridad moral. El cierre de filas que se atisba es, de entrada, un factor relevante aunque solo el tiempo permitirá demostrar si la aureola de solidez que envuelve al todavía presidente de la Xunta es real o no. El ecosistema gallego no se asemeja a la selva política madrileña, en donde la guerra cultural contra la izquierda y contra ‘lo periférico’ tiene muchos adeptos y se ha entronizado como un manual muy eficaz para combatir al adversario. Es una de las causas del surgimiento fulgurante de Vox que evoca una idea que se atribuye a Maríano Rajoy antes de que estallara el volcán catalán y que ponía en valor sus esfuerzos por contener el nacionalismo español. Eran otros tiempos y soplaban otros vientos. Núñez Feijóo no solo va a tener que asentar su autoridad y su liderazgo en un PP desplomado hoy en las encuestas por su implosión interna sino que deberá tomar decisiones de trascendencia estratégica. Por ejemplo, la que tiene que ver con las relaciones con Vox y con la gobernabilidad de Castilla y León, donde la ultraderecha exige un gobierno de coalición a Alfonso Fernández Mañueco si quiere sus votos para la sesión de investidura. Será la primera gran prueba del algodón. Llegar a un acuerdo de coalición con el partido de Santiago Abascal permitiría al PP mantener el Ejecutivo de esta Comunidad pero con un elevado precio moral y político que puede complicar mucho las cosas a Feijóo en su apuesta por mantener el espacio de centro que deja en el aire la caída libre de Ciudadanos. La disyuntiva es clara. O se hacen guiños y gestos hacia el ultranacionalismo populista de Vox —en materias como la legislación contra la violencia de género o la memoria histórica, que tienen un gran potencial simbólico— o se mira hacia el centro reformista. Lanzar mensajes conciliadores en ambas direcciones puede ser un ejercicio de eclecticismo demasiado complejo que al final puede confundir y enredar a un electorado cada vez más necesitado de claridad en los mensajes y cada vez más familiarizado con planteamientos simples y binarios.

El trumpismo ha deslizado a una parte del electorado conservador hacia esa polarización ideológica. Esa es la cuestión más inquietante de la que no es del todo ajena la derecha española y que puede complicar la apuesta de Feijóo por reorientar el discurso del partido. No se puede sorber y soplar al mismo tiempo. El pragmatismo y la versatilidad que acompañan el talante de Feijóo tampoco le va a permitir maniobrar con semejantes contradicciones. Tiene que optar. Y elegir, en la política y en la vida, es renunciar.

La otra papeleta que también tendrá que resolver Feijóo es la apuesta real por la regeneración de su partido. El PNV ve con simpatía su perfil periférico y autonomista, pero es prematuro extraer conclusiones todavía. Porque si al final apuesta con Vox como compañero de viaje se complicaría considerablemente su relación con los nacionalistas vascos, que están dispuestos a darle un margen de confianza aunque son conscientes del limitado campo de maniobra que tiene. Sobre todo porque una parte de la derecha comparte ya un discurso de ‘guerra cultural’ muy alejado del centro. Tampoco Pedro Sánchez está libre de ese escenario de paradojas. Puede dar una batalla por el espacio de centro perdido, pero Feijóo encarna bien el relato de la estabilidad que puede avivarse en un momento marcado por el creciente malestar social y en el que la guerra de Rusia contra Ucrania ha introducido una variable imprevisible

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