Diario de León
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ARTURO VINUESA
León

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LA PÉRDIDA de la vida de siete de nuestros hombres desplegados en Irak despierta en todos los ciudadanos de bien una sincera tristeza y un profundo malestar. Siete de nuestros mejores hombres han caído a muchos kilómetros de su patria y de su hogar. Próximos los días en que la inmensa mayoría de nuestras familias se reunirán en torno al tradicional «belén navideño» o al importado «arbolito», en siete hogares españoles faltarán siete esposos, siete hijos, siete padres o siete hermanos, cuya eterna ausencia enfriará el ambiente durante fechas tan entrañables y harán derramar muchas lágrimas a sus seres queridos. Siete de nuestros mejores hombres, que un día partieron hacia Irak convencidos de que iban a realizar una misión que podría ayudar a resolver el difícil problema provocado por la guerra del Golfo, no retornarán de su arriesgada misión. Por eso, entre otras razones, ese grupo de militares constituye una parte de los mejores hombres de España. Porque ellos eran conscientes de que el cumplimiento de tal misión les podía costar la propia vida y, aún así, sin dudarlo, emprendieron ese largo viaje que les llevaría al más allá, merecen nuestro agradecimiento y ser acreedores al derecho de ocupar un puesto entre los mejores. Ante tal pérdida, nuestro primer deber es rendirle un tributo de admiración, respeto y gratitud que ningún bien nacido le puede negar. Son los mejores, que nadie lo ponga en duda. Sin embargo, una vez efectuado este respetuoso homenaje, y al término de la oración que le ofrecemos, quizá fuese conveniente establecer una consideración reflexiva sobre cuál debería ser la decisión a tomar en cuanto a la continuidad o no de nuestras Fuerzas Armadas allí. Cuando el gobierno legítimo de una nación soberana, y que por tanto cuenta con el respaldo popular de la mayoría de los ciudadanos, adopta una decisión tan importante como la de enviar a sus hombres a cumplir una misión al escenario de un conflicto bélico, se establece un doble compromiso. El primero es el del gobierno hacia los hombres que envía para imponer un cierto orden, proporcionándoles los medios necesarios para el cumplimiento de la misión, con las suficientes garantías de seguridad para que puedan llevarla a cabo con éxito. El segundo es el de los hombres destacados, tanto con los mandos que le destacaron como con los sujetos pacientes de la acción que les ha sido encomendada. En este orden de cosas, si por cumplir el primero de los compromisos, esos hombres están dispuestos a consumir hasta el fondo el cáliz de sus vidas, y parte de ellos así lo han hecho, en cumplimiento del segundo de aquellos deberán coronar la misión encomendada. El pueblo iraquí, después de los padecimientos sufridos en dos cruentas guerras contra la coalición más poderosa del mundo, tras décadas de opresión dictatorial y años de privaciones económicas, consecuencia de la última guerra, no puede quedar de nuevo a expensas de los trágicos vaivenes del caos social de una posguerra sin fin. Al pueblo iraquí hay que devolverle, como mínimo, las condiciones de vida que disfrutaba cuando sufrió la agresión de las tropas invasoras. Pero es más, si el fin último de la acción aliada era en realidad expulsar del poder a Sadam Husein obteniendo así la liberación de su pueblo, es necesario entregar los destinos de éste a un gobierno justo, elegido por los ciudadanos y no impuesto por las potencias agresoras, que sea capaz de llevar a cabo la profunda reconstrucción de las estructuras, políticas sociales y económicas de la nación. Pero, para asegurar estas acciones mínimas es preciso garantizar la completa imparcialidad de las mismas. Nada sería posible conseguir en este terreno si de la administración del país se encarga la potencia invasora y es ésta la que impone el nuevo gobierno de Irak. La mejor prueba la tenemos en la experiencia de Afganistán donde Hamid Karzai -impuesto por Estados Unidos- es incapaz de pacificar una nación dominada por los señores de la guerra. La primera y única posibilidad de empezar a devolver la paz a un pueblo como el iraquí es entregar cuanto antes las responsabilidades de gobierno, reconstrucción y administración de Irak a las Naciones Unidas. Este es el procedimiento más honesto que podemos emplear para compensar al pueblo iraquí de tanto sufrimiento y el homenaje más adecuado que podemos hacer a aquellos de nuestros mejores que entregaron sus vidas en una emboscada 30 kilómetros al sur de Bagdad. Para ello es necesario que nuestras tropas, por ahora, permanezcan allí.

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