Diario de León

El hermano de Manuela Morán elucubra sobre el paradero de la niña arrebatada a su madre, apresada en San Marcos

El bebé secuestrado por un oficial nazi

Primer caso que sale a la luz de una leonesa arrancada a su familia con total impunidad durante la Guerra Civil

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«¿Y qué hago con estos tres niños?», preguntó Lucinia Andrés Sandoval a las puertas de la prisión de San Marcos el día que la detuvieron por «auxilio a la rebelión». Un hombre le respondió: «Que los lleve su padre o si no los tira por el río abajo, que bien cerca está». «Las palabras de ese bandido no se me olvidarán en la vida», afirma Jacinto Morán Andrés, el mayor de los tres hijos que acompañaban a Lucinia ese fatídico 29 de octubre de 1937. Jacinto tiene hoy 77 años, pero por entonces tenía poco más de cinco. Su abuelo materno le agarró por un brazo y también a su hermana Encarnación, pero Manuela, de muy pocos meses de edad, entró con su madre en la legendaria prisión leonesa. Nunca más se supo de ella.

…n aquella etapa, el universo femenino empezaba a ser habitual en el campo de concentración de San Marcos, por donde se calcula que pasaron unas 300 mujeres. Mujeres embarazadas y con niños, como Lucinia, fueron encerradas en condiciones infrahumanas. Había niños que no sobrevivían a las condenas de sus madres y morían de hambre o de enfermedades. En el mejor de los casos llegaban a los tres años de edad, etapa en la que eran expulsados sin contemplaciones de la prisión. Si había suerte y el padre no estaba detenido o el pequeño tenía abuelos que pudieran quedarse a su cargo, se le enviaba con ellos, pero si no era así, el Estado los ingresaba en colegios religiosos u hospicios de Auxilio Social, donde se les mentalizaba contra los ideales de sus padres, a quienes a veces no llegaban a reconocer si la condena había sido lo suficientemente larga como para desprogramar psicológicamente a los chavales. Otras muchas sólo servían para perder la pista a los niños y niñas.

«Como una Virgen»

Así ocurrió con Manuela. «Era como una Virgen. Decían que en el patio era la más guapa de todos los niños», recuerda su hermano Jacinto. Tenía sólo dos años cuando fue «encarcelada» con su madre. «Un alemán andaba detrás de la niña hasta que un día a mi madre la dijeron que la pequeña estaba muerta». Lucinia no pudo superar aquella situación. Vivió con desasosiego toda su vida. «Ella y mi abuelo estuvieron yendo a muchos sitios durante muchos años y nunca consiguieron la declaración de defunción».

Los comentarios que llegaron a oídos de la familia siempre apuntaban hacia la misma dirección: un oficial nazi de la alemana Legión Cóndor, que apoyó a Franco durante la Guerra Civil española, se encaprichó de la pequeña y se la llevó. No fue el único caso de España, pero sí el primero conocido en León hasta ahora. Ese aspecto quedó años después legalizado por Franco. El Boletín Oficial del Estado del 4 de diciembre de 1941, firmado por el caudillo, autorizaba el cambio de apellido de los niños repatriados. Esta ley oficialmente tenía el fin de dar una identidad a los niños perdidos de la guerra, pero en la práctica permitía las adopciones irregulares y complicaba de forma extrema el vínculo entre las familias biológicas y los pequeños.

Lucinia padeció toda su vida este sufrimiento. Y fue largo porque murió hace muy poco a los 94 años de edad. Fue de las pocas mujeres que tuvo un Consejo de Guerra. Fue juzgada en la Diputación de León el 2 de abril de 1938 junto a tres mujeres más cuando sólo tenía 25 años: Modesta Díez, de 23 años; Francisca Muñoz, de 35 años, e Ignacia Pérez, de 19 años. En el juicio sumarísimo quedó «probado» que Lucinia era simpatizante del frente popular. «A la iniciación del Glorioso Movimiento Nacional se hallaba en Navatejera, desde donde el día 25 de diciembre del 36 se pasó a la zona roja en unión de tres hijos de corta edad, permaneciendo en ella hasta el derrumbamiento de Asturias que previo un pase de las Autoridades Nacionales se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de León, siendo detenida», recoge la sentencia que obra en poder de la Asociación de Estudios sobre la Represión de León (Aerle). En ese mismo documento, Lucinia era condenada a doce años y un día de reclusión temporal por un delito de «auxilio a la rebelión».

«No había razones para eso. Nosotros teníamos casa en Navatejera y no éramos de ningún partido ni sindicato. Pero alguien nos denunció por enviadias, porque de aquella mis hermanos y yo vestíamos de seda. Mi madre trabajaba en el Hotel Oliden y los dueños le daban la ropa de sus hijos, así que el jefe de Falange de Nava la denunció y la apresaron», recuerda el septuagenario Jacinto Morán.

Hoy le gustaría conocer el paradero de su hermana Manuela, a la que supone en Alemania con otro nombre y 72 años de edad. Pero de momento tendrá que esperar a conocer la decisión de los juzgados decanos a los que ha sido trasladado el auto del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, invitando a que se investiguen estos casos.

El magistrado ya advertía en su auto de noviembre al poder judicial «la obligación» de investigar lo sucedido a los niños perdidos y destacaba que el «número indeterminado» de menores en estas circunstancias «dura hasta la fecha».

El juez reflejaba en aquella resolución los datos recopilados por el historiador catalán Ricard Vinyes que aportó en su Juzgado junto a diversas transcripciones de conversaciones que, en opinión del magistrado, «apoyan la investigación».

Indicaba que la «sustracción sistemática de niños» de padres que eran considerados «no aptos para asumir su cuidado y protección» por su ideología, constituye un crimen contra la humanidad que no está prescrito ni amnistiado ya que las víctimas -”los hijos y algunos progenitores-” podrían estar vivas.

«Estos son los hechos y desde las instituciones, el Ministerio Fiscal y los jueces competentes se deben desarrollar todas y cada una de las acciones necesarias para que los mismos se investiguen, se sancione a los culpables y se repare a las víctimas», decía el juez que indicaba que es necesario ofrecer la posibilidad a aquellos que están vivos y que hoy en día superan los 60 años, de obtener la recuperación de su identidad, como ocurriría con la leonesa Manuela Morán Andrés, supuestamente arrebatada por un oficial nazi de la Legión Cóndor.

Según los datos que obran en el sumario la cifra de niños y niñas, hijos de presas y tutelados por el Estado, alcanzó entre 1944 y 1955 casi 31.000, según la información que el Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas elevó al mismo Francisco Franco.

La sustracción de menores adquiría diversas formas por lo que «existen niños perdidos , hijos de reclusos cuyos apellidos fueron modificados para permitir su adopción por familias adictas al régimen y cambios en la identidad de niños repatriados y abandonados que los rojos obligaron a salir de España y que fueron después devueltos.

Estos menores eran asignados a familias «de reconocida moralidad y adornados de garantías» que aseguraran la educación de los huérfanos en ambiente familiar irreprochable desde el triple punto de vista religioso, ético y nacional». «Se dieron casos de alteración de datos al nacimiento para impedir que los padres recuperaran a sus hijos y perjudicaran las adopciones consumadas», recordaba el juez. Garzón mencionaba también a los hijos de mujeres presas violadas en las cárceles y ejecutadas después de dar a luz y reflejaba la existencia de un plan emanado del régimen franquista y dirigido a la «captura» de menores repatriados en países como Rusia.

Lo más cercano, Burgos

Garzón trasladó la investigación de las desapariciones de niños del franquismo a siete juzgados decanos de España, en concreto los situados en Barcelona, Burgos, Valencia, Vizcaya, Madrid, Málaga y Zaragoza. Subrayó la vigente responsabilidad del Estado español en aquellos crímenes, cuestión ésta última que ha venido defendiendo el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha Miguel Ángel Rodríguez, a quien el propio magistrado de la Audiencia Nacional cita en su auto.

Garzón se refiere expresamente al libro El caso de los niños perdidos , en el que Rodríguez Arias analiza las desapariciones de hijos de los defensores de la República española tras la Guerra Civil, la actuación del Gobierno y la calificación jurídica de esas conductas, todo ello con el objetivo de dar a conocer a las víctimas las distintas posibilidades de acción que tienen a su alcance en la defensa de sus derechos humanos.

La obra, editada por Tirant Lo Blanch, recuerda que la condena del Consejo de Europa en 2006 a la dictadura franquista supuso el primer reconocimiento internacional del denominado caso de los niños perdidos , hijos de presas republicanas arrebatados a sus madres y cuyos apellidos fueron modificados para permitir su adopción por familias afines al régimen; pero también niños, según el autor, «impunemente» secuestrados en Francia y otros países para su «reintegración a la patria» todavía en la década de los años cincuenta.

El juez Baltasar Garzón se refiere a estos desaparecidos en su auto, recogiendo las tesis del investigador del Instituto de Derecho Penal Internacional de la UCLM en torno a la responsabilidad del Gobierno de España «de conformidad con los tratados internacionales de derechos humanos, la desatendida Condena del Consejo de Europa de 17 de marzo de 2006 y el legado de Nuremberg, con especial referencia al Decreto Noche y Niebla de Hitler, que inauguraría esta clase de crimen contra la humanidad».

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