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Sexo, mentiras y cintas de video
Este verano hemos visto cosas asombrosas: culebrones familiares de intensa sordidez que los propios interesados alimentan como fuente de ingresos, competiciones verbales entre señoritas de «la fama» por ver quién es más golfa, despellejes inmoderados entre «periodistas» y «famosos» a propósito de la bronca político-sentimental marbellí, promociones gratuitas de aspirantes a actor «porno», tribunales populares sobre la paternidad díscola de un veterano ex torero. Casi todas estas cosas han aparecido en horario adulto; casi todas, pero no todas: algunas de ellas se han emitido en horario familiar, y eso sin contar con que los corrosivos contenidos de la telerrosa saltan después a programas de tarde o sobremesa. Ha sido particularmente llamativo, por obvio, lo del aspirante a actor «porno», pero a mí este caso no me parece el más grave, al revés: ese plato está condimentado con tal exceso de tabasco que hiede a distancia. Mucho peores me parecen esos otros argumentos que saltan a los horarios familiares disfrazados de «materia informativa» cuando en realidad no son más que basura envuelta en plástico, y que se filtran en la vida cotidiana con una facilidad diabólica. Por ejemplo, la abracadabrante historia de los Pajares, ese tipo de drama familiar que hace cien años habría dado lugar a suicidios y homicidios en cadena. Lo sustantivo de todo este zurriburri no está en los Pajares o en las «granhermanas» que se llaman puta, sino en los canales de televisión que se prestan a convertirse en plataforma de semejantes cosas y que terminan convirtiendo a todo ese pútrido mundo en su argumento principal de comunicación.