Diario de León

Cementerios asturianos

El necroturismo o tanatoturismo es otra forma de viajar. De gran tradición en Europa –París, Londres, Viena, Praga o Roma-, comienza a echar raíces en España: son notables, por citar sólo algunos ejemplos, el cementerio barcelonés de Montjuïc, el inglés de Málaga o el alemán de Cuacos de Yuste (Cáceres). Una veintena de cementerios españoles están reconocidos como de interés turístico. Asturias no es ajena a esta realidad. Aunque las rutas posibles tienen diversas variantes, seguimos hoy un eje vertebrador: el Camino de Santiago de la Costa.

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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L a costa asturiana es una de las mejor conservadas de España y, como tal, ofrece otros alicientes. Christopher Rufin, en El Camino inmortal, refiriéndose al Camino de Santiago del Norte, una deliciosa guía interior con mil apuntes, escribe: «Asturias desplegó todos sus encantos. Fue, durante esos días maravillosos, una pavana interminable de valles salvajes y de crestas suntuosas, de ciudades invioladas y de caminos trazados como unas caricias divinas en las laderas de la montaña».

La peregrinación está viva. También por aquí se llenaron y siguen llenando los caminos de peregrinos con su «desmelenada y penitente sombra», en palabras de Valle Inclán. No se puede perder de vista que en otros tiempos la muerte formaba parte de la filosofía asociada a quien emprendía el camino de las estrellas. Muchos volvieron a sus tierras. La mayoría murieron y pidieron ser enterrados bajo el símbolo de la venera, en cementerios reservados a peregrinos, junto al muro de las capillas, para que sobre sus tumbas cayese el agua de un tejado que creían sagrado. De ahí la importancia del oficio de los agonizantes, que sujetaban la mano del peregrino a la hora de la muerte.

No son esos los cementerios que buscamos, sino los vivos, tres que, bajo la sombra inapelable de la muerte, sorprenden por su belleza artística, por la curiosidad que suscitan o por la singularidad de su ubicación. Caminamos hacia occidente. El viajero tiene las variables de las desviaciones, sin perder de vista que estamos en el Camino.

Avilés, la bien forjada, ejemplifica muy bien la hermandad entre el pasado y el presente. Está aquí el primer cementerio de nuestra cita. Detrás de su cara industrial, conocida y divulgada casi en exclusiva, la villa esconde otros muchos intereses atractivos: casco histórico, arquitectura popular e histórica, callejones y soportales, el Centro Niemayer… y también vínculos con la tradición jacobea: tuvo un hospital dedicado a los peregrinos, según cuenta el viajero inglés Townsed en 1786.

El cementerio es conocido como ‘La Carriona’, por su ubicación. Miembro de la Ruta Europea de Cementerios, en octubre de 2015 quedó clasificado, por elección popular, el tercero como Mejor Cementerio en el concurso que se celebra en nuestro país. Con una fachada llamativa, antes de entrar, a la izquierda, el Centro de Interpretación resulta muy útil e ilustrador. Ya dentro, advertimos rápidamente que está muy recogido y cuidado, con calles pavimentadas. La parte central, en el entorno de la capilla, es la más valiosa. La belleza y majestuosidad de la arquitectura y escultura funerarias voltean permanentemente la mirada a una y otra parte, constatando fehacientemente que este cementerio es un verdadero museo al aire libre, espacio de memoria dedicado a recordar a seres queridos y antepasados ilustres. Su construcción, hacia 1890, tiene que ver con el ambiente de desarrollo económico que vive Avilés, motivado por el auge del comercio marítimo. La burguesía de la época pretende que, tras su fallecimiento, quede constancia de su poder económico y de su relevancia social. Arquitectos y escultores de mucho prestigio se dan cita en Avilés como respuesta a su llamada. Se origina así un espacio de arte de notable importancia, un conjunto artístico de sólida prestancia. La muerte, ya se sabe, tiene estas y otras cosas, que, a la larga, deja como herencia compensaciones testimoniales y artísticas.

El patrimonio funerario constituye uno de los elementos singulares que reflejan la vida de nuestros pueblos y ciudades. Aquí reposan los recuerdos de muchos avilesinos anónimos, con generosidad de datos y epitafios –’Aquí yace José Ramón Barros, que vivió y murió a su manera’, dice uno-, personajes que fueron relevantes en diferentes facetas de la vida: deporte, historia, periodismo, economía, literatura… Una placa indica la presencia silenciosa de una veintena de distinguidos, si tal calificativo puede traerse ahora a cuento. Por citar uno, el escritor Armando Palacio Valdés, al que se recuerda en un relieve en bronce: sentada al lado de su tumba, una mujer con el vestido tradicional asturiano y este texto de La aldea perdida: «Viajero, si un día escalas las montañas de Asturias y tropiezas con la tumba del poeta deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios te bendiga y guíe tus pasados con felicidad por el Principado».

El viajero, que no encuentra madreselva, se compromete a releer la obra aludida y decide seguir sus pasos por el Principado en busca del siguiente destino.

Barcia está al ladito de Luarca. Y en Barcia surge la curiosidad funeraria. El cementerio moro, un recinto amurallado, ligeramente rectangular y con alminares en sus esquinas, acoge, mirando hacia La Meca, los cuerpos de los moros del ejército franquista muertos en el sitio de Oviedo. En el interior nada hace sospecharlo. Un campo ligeramente descuidado, con pinos y eucaliptos, al que se accede por una puerta con sencillo arco árabe de ladrillo. La arboleda es tupida en el exterior, con algunas alusiones que al viajero se le antojan extemporáneas. Una lástima. El abandono es una falta de respeto a los muertos y su memoria, vengan de donde vengan o piensen lo que piensen. Además de la necesaria señalización, uno cree, por ejemplo, que este espacio podría convertirse en un centro de interpretación de la presencia mora en aquella guerra civil inútil, como todas. Esa ya es otra historia.

La Villa Blanca de la Costa Verde, Luarca, es uno de los enclaves marineros más destacados de la costa asturiana. La Atalaya, que domina la mirada sobre buena parte de la villa, y en la que se asientan también el faro y la capilla-santuario de la marinera Virgen Blanca y de Nuestro Padre el Buen Jesús Nazareno, entra en el mar como una quilla de barco. ‘Entre las rocas y el río, /asomándose a la mar, / está la villa de Luarca / como si fuera a navegar’.

En La Atalaya están varados los sueños de los muertos. El cementerio es recoleto, cuidado, con el juego del blanco de las tumbas, el verde de laderas y espacios libres y el azul marino intenso. La entrada al puerto y al cementerio se hermanan en el mismo golpe de vista. Aunque no faltan notables muestras de arte funerario en sus distintas manifestaciones, es, en este sentido, mucho más austero que el de Avilés. «Si el de Avilés tuviera este emplazamiento —comenta una señora que deposita un ramo de flores—, no habría palabras para definirlo». Ya ven, la muerte tiene su lado positivo. Primera línea de mar. Las buenas gentes que acceden aquí para revisar el recuerdo de los muertos me cuentan historias de barcos encallados, de aventuras allende el mar, de apropiaciones poderosas —algunos, al parecer, quieren distinguirse también más allá de la muerte—, los recuerdos simpáticos de los que vinieron a reposar aquí a regañadientes… En la tumba del renombrado científico se lee: ‘Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa, unidos toda una vida por el amor, ahora eternamente vinculados por la muerte’. El viajero puede recorrer la villa y admirar en ella, entre tantas cosas, la presencia permanente del Nobel luarqués, el centro que cuenta con la mayor colección de calamares gigantes del mundo… Este viajero se despide junto al faro, el que pone rumbo a nuevos horizontes y guía los pasos de quienes han emprendido el viaje definitivo. Que no otra cosa es el Camino.

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