Diario de León

De tito al patriarca de la iglesia ortodoxa

Basta recorrer la Fortaleza de Belgrado para entender no pocos asuntos que nos suenan de los libros. Los ríos Danubio y Sava, majestuosos, se abrazan justo enfrente, y la mirada, sin metáforas, concede sin más la referencia de esta tierra mítica con aguas míticas

fotógrafo

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Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Gastando gustosamente lápices y alpargatas, en los últimos tiempos algunos asuntos, que no el corazón, me han llevado hasta Belgrado en un par de ocasiones, esa ciudad tan cercana pero tan alejada de nosotros por ciertos posos de la historia. Y de historia europea, dolorosa en tantas ocasiones, está llena. Basta recorrer la Fortaleza para entender no pocos asuntos que nos suenan de los libros. Y en el agua hay muchas explicaciones para entender que esta tierra, ya próxima al ámbito personal de vida por no pocas razones, es una verdadera encrucijadas de siglos y de caminos. Los ríos Danubio y Sava, majestuosos, se abrazan justo enfrente, y la mirada, sin metáforas, concede sin más la referencia de esta tierra mítica con aguas míticas. Belgrado —la ‘Ciudad Blanca’— se apega al balance de los sentimientos. Y, como tal, sin capacidad para perfilar definiciones, a no ser ese aire que la convierte en un sueño entre el mito y el misterio, lo desconocido que merece, y cuánto, la pena.

Como durante la mañana no podría acompañarme Antonio Lázaro, una excelente persona, culta y próxima, que tiene asentados sus reales, al menos durante unos años, en la capital balcánica, me sugirió visitar la tumba de Tito, más que nada por el entorno, a las afueras de un Belgrado nevado y frío de finales de enero, muy cerca, por otra parte, del mítico complejo deportivo del Partizan.

Extrañado por mi alegre desconcierto, confesé mi ignorancia sobre tal presencia. Pero me hacía ilusión la visita. Hube de explicarle mi intento de conocer Yugoslavia en 1966. Y la expulsión, casi violenta –pecadillos de juventud—, de aquel país aglomerado sin haber puesto prácticamente pie en él. Pero esa es otra historia. Conservo, eso sí, un palito de polo de la época en que escribí, mientras esperé, durante todo el día, a los americanos que me acompañaban y que me conducirían a Austria: «Recuerdo de mi ‘amigo’ Tito. Agosto de 1966». Tenía un pasaporte, como todos los españoles, que agrupaba demasiados países bajo aquel «Excepto» timorato e inútil. Cosas de los dueños de vidas, haciendas, sentires, pesares y tiempos ajenos.

Me recordó aquella visita muchos episodios. Muchos. El paraje, que incluye un curioso museo del traje yugoslavo y adláteres es hermoso. Hermoso y solitario. Como solitaria está la tumba –a pesar de tantas vitrinas como recuerdan los momentos de esplendor— en que reposan los restos del dictador (Josip Broz TITO, 1892-1980). Esbocé solo una sonrisa –aún no sé si de compasión o ironía, que el recuerdo es débil y, a veces, nostálgico— al amparo de uno de los silencios más extraños que jamás haya sentido. Los silencios, cuando son referentes de la historia, tamizados, eso sí, bajo la mirada limitada de lo personal, son, a la larga, un activo que se instala en la propia mirada de la vida. Allí había una prueba fidedigna de la historia.

Tenía el día cumplido, aunque no me abandonó esta sensación durante varias jornadas. Y se enriqueció, o se completó, que nunca se sabe, con otra visita que redondeaba la mañana. El templo de San Sava se erigió en honor de este santo cuyo espíritu ha permanecido durante ocho siglos entre los serbios, pues Sveti Sava (1169-1236) trabajó por el bien de todos. En este lugar, el más alto de Belgrado –la meseta de Vracar, a 134 m de altitud—, el otomano Sinan Pachá quemó los restos del célebre santo serbio en 1594. La necesidad de señalar el sitio de aquel brutal acontecimiento originó la iglesia en su honor. El actual templo conmemorativo y su entorno es de una plasticidad estética, tanto exterior como interior –con tantos símbolos y alusiones que nos sorprenden— realmente deliciosa. Sobrecogedora quizás. Inusual, desde luego, para quienes habitamos otras geografías y otras creencias. El discurso narrativo de los monumentos de la ciudad tiene claves distintas.

Coincidió en aquel momento el inicio de una ceremonia religiosa que, por obras, no se celebraba en el lugar principal del templo, sino en otro de mayor cercanía y recogimiento. Era día festivo, aunque solo por razones religiosas. Preside la ceremonia el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Serbia, acompañado por un nutrido grupo de religiosos –de singular consideración por rostros y gestos— y un público escaso, femenino sobre todo. La música, nacida de las voces templadas de un coro joven, delicada, añade belleza y sentimiento a aquella escena de culto simple y primitivo. El Patriarca –nariz aguileña y sonrisa tenaz— recrea un espacio enfatizando el rito. Confieso que lo seguí, entre entusiasmado y absorto, a pesar de esa lengua endiablada e incomprensible, paso a paso, participando no sé con precisión cómo –atrevimiento de madurez—, porque lo sagrado, en cualquiera de sus dimensiones, es siempre un gozo que singulariza no pocos sentimientos.

Cuando llegué a la calle Knesa Miloša Takokovska para cumplir con uno de los compromisos que me habían llevado a Belgrado, la tarde era fría, intensamente fría pero serena. Como el espíritu, que es una de las sensaciones del misterio de las ciudades que te conquistan. O te atrapan. Belgrado tiene esa virtud. Estoy convencido.

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