Diario de León

La cuesta soterana

Mano de Dios en Los Oteros

Un paraje en Los Oteros

Un paraje en Los Oteros

Publicado por
L. Urdiales
León

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Los galgos sueñan con paraísos entre lomas y prominencias que dejan intuir que la siguiente vaguada será aún mejor; ese es el capital natural que ofrecen Los Oteros al visitante, entre la mano abierta del creador, la mano tendida, la palma de la mano de dios, que se empeñó en acariciar la superficie hasta que terminó amoldada a la huella sinuosa, un mar de olas sacudidas por el viento, a veces por la niebla, a veces por el Sol incandescente que azuza las amapolas en las colinas y abrasa la mies antes de que agosto deje la marca de la tarde fosca, igual que el alba de enero.

Ese es el cuadro que se refleja en el iris de los galgos, en la genética del corredor de fondo, siempre dispuesto a alcanzar con una carrera lo que le alcanza la vista. Un viaje a Los Oteros que conocimos y nos legaron, ahora en plena transformación por la doctrina de la dictadura energética que se empeña en convertir rayos solares en kilovatios hora, tiene ahora la urgencia de que el fondo del cuadro, de parte del cuadro, será imposible a corto plazo.

A Los Oteros del Rey, otra pista para determinar que ese espacio eterno que abrocha León por el flanco sur no es una tierra cualquiera, y que encierra un pasado floreciente, tal vez abandonado en la tendencia perversa de relegar paisajes, por el convencionalismo de colocar las masas frondosas por delante de los tomillares; las crestas, por encima de los ribazos, la montaña, por encima de los oteros; de Los Oteros.

Oteros, que culmina todo el esfuerzo del lebrel cuando el instinto le empuja ladera arriba, y al volver sobre sus pasos, sobre su trote, sobre su esprint, se ve agraciado por una postal paradisíaca que funde el cielo con la tierra, en mitad de ese tono aterciopelado que toma la tierra con el corte a cepillo que dejan el peine de la cosechadora en la paja, el desaliño de la hierba seca de los adiles en invierno, ahí, en el revoltijo que arman las liebres en los barbechos; la corteza que vigilan las rapaces. Iglesias que quiebran la línea continua del electro, alterada por los chopos del país que crecieron solitarios, ahora de raza canadiense, apegados en arboledas rectangulares, como piezas sueltas que parecen perdidas de la caja original, recogidas de otro puzzle.

Por ejemplo, allá se intuye Valdesaz, entre un haz, una señal que se abre paso en la niebla baja, la doble capa del cielo plomizo que conserva el escenario como en la misma época de la creación, adecuado a la función para la que fue concebido. Atrás, en un parapeto más sur, en mitad del sur, Pajares; y en medio, lenguas en forma de alfombra en señal de respeto y devoción a la madre del entorno, los oteros, que han terminado por tomar la parte por el todo.

También está la luz, siempre encendida, pletórica a mediodía, tenue en el ocaso de San Silvestre, creciente en el albor de los reyes magos y del renacer por San Antón, en vísperas de que un espejo inmenso acapare los reflejos, las miradas, y una parte de León, una parte de la entraña de León, sucumba bajo los paneles. Volarán bandos de perdices, trotarán liebres en comisión de servicios, soldados en una avanzadilla sobre el terreno, planearán milanos, que habrán visto al viajero mucho antes de que el viajero se pasme por ese momento que rompe el silencio y la corazonada certera de sentirse observado en mitad de un espacio que simula estar vacío.

La cuenta atrás para el cambio del retablo está en marcha; el posteo es el preludio de una secuencia transformadora que jamás se supuso adecuada a este serial de piel ondulada, en la que por la noche se miraba el firmamento. Las cuestas soteranas tienen cometidos asignados de cielo protector; una sombra contra la sátira de la siesta en las tardes que no acaban en verano; una solana, que resguarda del norte que embiste inmisericorde; un desnivel para coger impulso, parcelas aradas con surcos hacia dentro, metáfora de esa introspectiva que sugiere Los Oteros al viajero. Darán fe las avutardas, escribanas de esa lírica poderosa que inspira el entorno, en versos sueltos entre el paisaje circular que arropa la escena.  Las cuestas perdidas de la infancia de León, en Los Oteros; tierra firme, con cerros repeinados a lo garçon, entre el molde pelirrojo de las viñas en invierno. Los Oteros que hacen soñar a los galgos.

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