Viaje a la terraza de los pinos: el mar interior de León
Pinares que abrochan León de este a oeste, y prestan la sensación terapéutica que ofrece el mar con el movimiento ondulado que aprieta contra el muro de la cordillera y la serenidad arenosa de la playa que comparte entre los brezos que cobijan a las crías de los corzos.

La línea de los pinares leoneses comienza a marcar tendencia en las vistas cenitales a la provincia, igual que si fuera un mosaico de contención de las emociones entre la montaña y las riberas que preside; el único acierto de la política forestal del franquismo tardío se levanta como un área de exclusión para la vista, el único ejemplo de ordenación del territorio acorde al sentido común, con su masa imponente que se extiende una alfombra verde inmensa para contrarrestar el exceso del final de agosto y el desgaste visual de los destellos del tono albahaca chillón que tiñe las tierras centeneras tras inviernos de lluvia alegre, como éste.
Como este que empieza a darse mus y, tras emprender el retiro discreto que cada día atornilla un poco más el atardecer, más remolón, deja la franja de pinares leoneses limpia como una patena, las acículas relucientes, sin rastro de la roña que a veces ocasionan las nevadas que hacen de las coníferas cementerios de hierros oxidados al albur de la ventisca. El rastro de la mitad norte de León es ya una sonrisa que cubren los pinares, hijos de las plantaciones masivas de la década de los sesenta del pasado siglo, en medio de aquella intervención apocalíptica que llenó de bancales las tierras dominadas por las urces y las liebres, sepulturas desde entonces de una raíz ligera con púas; pinos solitarios, ordenados en plan individuos asociales, pinos que dieron lugar a los pinares.
La fórmula fue un éxito, aunque más de sesenta años después no se encuentre a nadie a quien agradecerle el gesto, la inversión, el cuidado y la previsión que empleó para moldear el entorno con una capacidad de antelación sin precedentes en esta tierra leonesa, donde las curvas de las carreteras salvaban obstáculos de las fincas de los caciques o las carreteras se confiaron a la fe de la senda que elegía el burro.
El pinar es patrimonio natural para la vista; para dejarse ir ante el mar ondulado que aprieta al rompeolas de la cordillera, y por el sur, viene a lamer la arena que dejó en la playa la última subida de la marea, en otra noche que apretó la lluvia, de charcos en las mesetas y silos de acículas secas junto a los aliviaderos de las aguas torrenciales, a la orilla de las bahías que los pinares arman junto al brezo inagotable y las escobas que cobijan de los depredadores a las crías de los corzos, mientras la mamá repone fuerzas con el combinado de brotes tiernos y hierba vieja. El viajero necesitará un calzado adecuado al entorno, de las pistas forestales que dividen la masa.
Las pistas forestales llevan al pinar como los caminos interiores del alma llevan a Dios. Y una vez dentro, el viajero puede experimentar sensaciones inigualables con el resto de la creación; si mira arriba, la frontera cenital de los pinares con el cielo le ampliarán los límites; si clava los ojos al pie, la sucesión equilibrada de troncos, ordenada, envidiable, le pondrá los límites a su ambición de caminar. Un pino, un pinar. Unos pinares. Suficientes para que una ardilla que quiera cruzar la provincia mientras sigue la estela de la estrella Polar no necesite una marquesina a ver si hay suerte con un autobús; podría completarlo casi sin tocar el suelo, en ese tributo particular a los ancestros que vivían en el paraíso de la movilidad arbórea de la península antes de la cascada de las invasiones de los bárbaros, y otras tribus. Ahora, la de los amantes de reservas de mantos verdes y otros paraguas para la civilización y las generaciones venideras, pueden asistir al espectáculo que ofrecen los pinares leoneses en sesión continua.
A petición del oyente. Un festival para los sentidos. El del oído empieza por un murmullo, que viene de dentro, igual que los espíritus en las casas sin alcobas; un murmullo, fruto de una ecuación de inspiración física, que podría medir el tiempo que tarda una brizna de viento que entra en los pinares del cauce medio del Sil, por ejemplo, y presentarse en Valcuende, después de saltar el Cea de dos soplidos; eso, sobre el cuaderno de la física; sin los condicionantes de que el viento también tiene necesidades que le afectan a la sustancia del ánimo, y empieza a caminar en círculo mientras se abraza y juega al corro de la patata con los pinos que le salen al paso, y al avanzar, con el roce que crea el cariño, se dedican palabras mutuas de aprecio, y de ahí sale la melodía amorosa que atrapa a los poetas, a los milanos, a los pastores y a los lobos, a veces recelosos de esa música mitad sacramental, mitad de lamento, que tratan de replicar con aullidos. No hay nada mejor para el viento que cruza al Atlántico que esa terapia que se procura en los pinares leoneses poco después de tocar tierra firme en las coordenadas septentrionales de la Iberia. Ahí vomita casi toda la furia que acumula en la soledad del océano, la ira que genera avanzar contra corriente y contra el sentido de la luz y las agujas del reloj. Le habrá merecido la pena, recompuesto, aliviado como sale, de ese paso fascinante por el laberinto interior de la franja de pinares leoneses.