El sabinar más occidental de Europa se encuentra en León
Las sabinas son leales hasta las últimas consecuencias; capaces de morir por la tierra en la que hincan las raíces; por mucho que sea roca. El sabinar más occidental de Europa está en el Luna.

Las sabinas tienen algo místico. Ahí, alineadas como por rigor ordinal y, a la vez, desparramadas entre los terrenos escarpados que conquistaron para darle sentido a la vista, al escenario, que sin ellas no sería más que un paisaje desolado, un paisaje del montón. Así, las del Luna, en el asentamiento más occidental de Europa, el paraje que motean con tonos alpinos, con cierto deje a las costas del Peloponeso, donde fueron causa de inspiración y reflexión para los helenos en esa obstinación para envasar el pensamiento sin fecha de caducidad.
Así, en el Luna, donde el sabinar se muestra al viajero tal que un ejército de la dinastía Mind, con la milicia firme, soldaditos de plomo que saludan los primeros rayos de luz ilusionados luego de salvar el acantilado de las sombras y otros peligros de la noche. Es una oferta natural impagable para la turista accidental o recurrente que se atreve a surcar el valle luniego, del río Luna, de la montaña del Luna, de la esperanza del Luna, donde las sabinas permanecen fieles, como dispuestas a impedir que se repita aquella salvajada del embalse.
De hecho, si estuviera a la altura de las Sabinas, Cosera emergería de debajo de las aguas, las Manzanas volverían a madurar en Santa Eulalia, Mirantes dejaría de ser embarcadero; qué decir de Láncara, que adivinaba el sabinar por el aroma del viento este, el del frío helado de final de enero, que aventura por delante mucho invierno, todavía. Porque las sabinas inciensan el entorno, en esa labor callada de las familias arbóreas aromáticas que contribuyen a redondear el paraíso por el sentido del olfato. Y al respirar profundo, entras a formar parte de un mundo del que no saldrás jamás. Así en el Luna, en ese giro perpetuo que abrió paso al río cuando moldeó el escenario que vigilan las sabinas, las figuras cónicas más icónicas el enclave, sólo afeado por una masa de agua artificial que trajo la devastación. Del Luna de antes del ataque queda el sabinar, que podría entrar en el calificativo de bosque, más allá de la candencia fonética y semántica que declina el proceso, una sabina, dos sabinas, tres sabinas, un sabinar; porque la sabina es también paraguas, como el urogallo, y en su presencia se revela capaz de crear hábitat con los pies hincados en un suelo calizo que tan poca expectativa le iba a aportar a los agrónomos. La sabina no oculta la lealtad. Permaneceré por los siglos de los siglos, a cambio de la última gota de agua que es la sangre que puede extraer por ese filtro calcáreo, donde apenas los muflones podrían mantener el equilibrio, en consonancia con las propias sabinas. Entonces, las sabinas moldean Luna igual que los ganados trashumantes. La ciencia muestra el catálogo de la sabina albar que está alistada en ese servicio militar del cuartel del sabinar del Luna, con la tropa siempre armada, en situación de imaginaria, alerta, como mucho en posición de descanso. Y postradas ante ellas, una sucesión de plantas que parecen formar parte de un invernadero industrial de un herbolario: los tomillos, los oréganos, la lavanda, que en las próximas semanas y antes de que termine de emerger el pasto floreciente y las hierbas de san Juan, completarán una alfombra multicolor del tono pasional que celebra el Corpus. Esto es secular. Milenarias son las sabinas que dan sentido a todo este circo natural que cada año asiste al preludio de los días de verano, que extienden y renuevan la eternidad de las sabinas, en otro episodio fascinante de la teoría de la evolución natural. El ramaje de la sabina se endulza a medida que se ganan palmos a la planta; las hojas altas son miel, las bajeras, hiel; esto explica el contorneo después de que los rebaños se encargaran de ramonear en tiempo y forma la planta, otra aportación impagable de la sabina al hábitat que alimenta, esta vez en toda la extensión del término.
Luego está la historia heroica de la sabina, de vuelta desde in illo tempore, cuando todo lo que estaba al alcance de la vista era hielo; una cubierta de hielo. De los glaciares surgieron las sabinas, y los enebros, que conviene distinguir como compañeros de viaje desde esa travesía desde cuando en la tierra no se podía sostener una raíz que no fuera de coníferas. Lo recoge la ciencia, y el sabinar del Luna como heredero de aquel momento que se encuentra en el archivo terrestre cuando se remonta la friolera de diez mil años. Es decir, diez mil noche viejas con sus diez mil años nuevos. Se dice pronto. Mientras el viajero accidental o el recurrente empieza a sortear curvas por la carretera comarcal que lleva de La Magdalena a Babia, y el panorama se ensancha a medida del fondo de pantalla, cunado el embudo del eje de visión ya no puede ocultar que se pisa el terreno sagrado que alienta la vida de las sabinas, decorosas hasta para la muda; no son mastines que en estos días sueltan el pelaje viejo que los protegió de la nieve. En el recato, se ocultan en trajes de alta costura, en esas hojas pares de verde militar; soldados del Luna.