Diario de León

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Despertar con los gallos que descorren el telón de la aurora en los pueblos. Andar descalzo sin la prisa de tener que llegar a ningún sitio. Bajar la guardia cuando el sol de primera hora te pilla por la espalda con una de esas caricias que erizan la piel. Tirar al monte con una hogacina recién horneada, un corra de chorizo, un poco de vino para este queso y un poco de queso para este vino que se añeja en la bota. Subir a los puertos de Babia a aprender el oficio de los mastines que velan el sueño de las merinas. Asomarse a la sima por la que el Curueño se despeña en una cola de caballo. Sentarse un ratín a la orilla del pantano del Porma a escuchar los ecos de mis abuelos que se mecen cuando el agua golpea sobre las ruinas de las murias al pie de Utrero. Descabezar una siesta en el escaño de casa hasta peldañear las cervicales. Pelear la cronoescalada de Adrados y dejarse llevar después cuesta abajo sin apenas tocar el freno en las curvas. Ver los prados tejerse desde lo alto de la espadaña del remolque que vuelve cargado de hierba para colmar el sueño invernal de los pajares. Armar un fuerte inexpugnable con las pacas recién hechas para declarar la guerra a tus mejores enemigos. Contener la respiración que se entrecorta cuando te bañas en el cadozo que describe el río aún rebelde entre las peñas. Asomarte al dintel de los puentes con paciencia para ver cómo se platea el lomo de las truchas. Regañar un gol en el Soto de Boñar como si fuera la final de un mundial. Procesionar para que no se pierdan las huellas que definen desde hace siglos la vereda alrededor de la ermita de Pruneda. Estirar una sobremesa de un viernes hasta que se haga domingo, mientras vuelves a inventar las historias de siempre con los amigos de toda la vida para que no se nos olvide quiénes queríamos ser. Dejarse desaparecer cuando el sol arrastra los hilvanes que descosen los velos, del azul al violeta, del naranja al malva, con los que se desviste la silueta del monte en el atardecer del poniente de pico Cueto. Tirarse boca arriba, esconder las manos debajo de la manta y describir con la punta de la nariz la trayectoria de las lágrimas de San Lorenzo que se descuelgan en agosto por el cielo de Luna. Pedir un gintonic con Coca Cola en una barra de tablón de fiesta de prao después de desriñonarte con . Abandonarte a los vaivenes de una de esas orquestas que en el primer pase bordan a Manolo Escobar y en el segundo clavan a Reincidentes. Ver amanecer despiertos con los ojos hinchados de todos los sueños que vivimos como sólo se sueña la vida en verano. Volver a empezar.

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