Diario de León

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Cuentan que Napoleón se enteró del fracaso de su campaña rusa cuando avanzaba sobre la península ibérica con sus huestes cerca del puente de la Vizana. Histórico paso desde época romana en la Vía de la Plata de Mérida y Astorga y cañada de la Mesta con destino a los puertos de Babia. Un mensajero a caballo, el último relevo de una larga cadena postal, le entregó la mala nueva. Pocas décadas después, la entrada en escena del telégrafo, junto con el ferrocarril, metió a la humanidad en la montaña rusa de la modernidad. Miles de personas se desplazaron para mover la maquinaria de ese mundo que prometía el progreso sin fin.

Casi dos siglos después la maquinaria ha sustituido al ser humano y amenaza con hacerlo con más ahínco. Las máquinas nos hablan en el coche, en el ordenador y al otro lado del teléfono. A los humanos nos dejan apenas balbucear. Los servicios públicos y privados han levantado una muralla infranqueable de centralitas tan inoperantes que echamos de menos a Miguel Gila para que haga el chiste. Oiga, ¿está el covid?, preguntaría ante la desesperación de no encontrar sanitario que le escuche, como les pasa estos días a cientos de personas atrapadas por el virus y el colapso sanitario mientras los políticos hacen concurso de pisar boñigas, cantar himnos feministas o beber el mejor vino. Las máquinas, que venían para liberarnos del trabajo y disfrutar del dolce far niente, se han convertido en un negocio y una excusa para expulsar de la atención personal y, por tanto, del disfrute de derechos, a miles de personas. A los mayores porque hay una gran mayoría que no sabe manejarse con el galimatías digital; a los consumidores porque no tienen posibilidad de cancelar servicios que no desean mientras soportan la invasión cotidiana de sus vidas con llamadas que ofrecen préstamos imposibles de pagar, un cambio de compañía telefónica o de plataforma digital. A la ciudadanía porque la aturden como a los gochos para ir a las urnas. Sin duda, Gila habría bordado este momento de espejismo de progreso mientras el atraso social y el primitivismo moral acechan nuestros derechos y la dignidad como comunidad y especie. La francesada, que quedó grabada en estas tierras y en la tradición oral como una barbarie, se me antoja una grotesca campaña bélica al lado de la indiferencia que mata o aparta de la vida a miles de seres humanos cada día.

El otro día, en París, un hombre murió congelado tras caerse y permanecer nueve horas tendido en la acera sin que nadie se dignara a agacharse para preguntarle, tocarle, ayudarle... Nueve horas. Pensaron que era un sin techo que no merecía su atención. Era el fotógrafo René Robert, famoso por sus retratos de las estrellas del cante jondo. ¿Y si hubiera sido un sin techo? ¿No se merecía nuestra mirada igual? La brújula del progreso humano parece que está aún por inventar. Gila lo bordaría.

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