Diario de León

Alfonso García

Pinzas para bicicletas

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En 1981 el profesor de la Universidad de León Bonifacio Rodríguez, el bueno y brillante Boni, que murió, desgraciadamente, joven, publicó su tesis sobre Las lenguas especiales. El léxico del ciclismo. Este deporte siempre ha sido de extraordinaria riqueza lingüística y algunas excelentes crónicas lo acreditan. Independientemente del contenido, que también, el relato se convierte en riqueza y preciosismo en ocasiones.

El pasado 7 de enero recordé a Boni por intentar recuperar la memoria de aquel libro pionero en el que no hacía alusión a lo que estaba viendo, que me obligó a trasladar la mirada unos cuantos años atrás. Pinzas para ciclistas eventuales, uno de los cuales llegaba al mediodía de esa fecha a una frutería cercana a la Plaza del Espolón. Aparcó la bici, quitó las pinzas de madera, sí, las clásicas de tender la ropa, volvió y de nuevo las colocó convirtiendo el cierre voladizo de la prenda, en sus dos piernas, en una especie de pantalón-pitillo para impedir que la cadena la desgarre, trabe o llene de su propia grasa, con el consiguiente peligro, en los dos primeros casos, de accidente-trompazo. Esta escena presenciada, anacrónica ya donde las haya, me recordó también aquellas etapas de pedales camino de la mina, en aquellos tiempos en que el motor era aún un pequeño sueño. Cuántas historias que, al no quedar registradas por escrito, morirán con la memoria de quienes las protagonizaron.

Es verdad que las pinzas de madera –el plástico aún no había dado señales de vida-, colocadas verticalmente, no eran la única solución al problema. Hubo quien utilizaba gomas de cierta anchura y adaptadas a sus medidas para tal menester, fáciles, por otra parte, de eliminar cuando no eran necesarias. Como la simple solución de embuchar los pantalones en los calcetines, con cierta apariencia de chiste. Llegaron más tarde soluciones expresamente pensadas para el asunto: los aros metálicos —también llamados pasadores—, como una abrazadera flexible, que solían guardarse, al descabalgar, en la barra o bajo el sillín de la bici. A la chavalería, que aprovechábamos el vehículo mientras los dueños tomaban unos campanos, no nos hacía falta ninguno de tales artilugios: era la época del pantalón corto. El largo suponía entrar en otra edad, cierto ascenso en las etiquetas sociales. «El largo —me dijo uno en mi primer día de la nueva prenda— es cuando dejas de ser un mocoso». No sé si tal categoría pertenece al lenguaje del ciclismo.

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