Diario de León

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La libra se desploma. Isabel II es un recuerdo. Carlos III, un rey ansioso. Y en el Reino Unido asoman las grietas de la independencia de Escocia, de la unificación de Irlanda, emerge la desconfianza de los galeses y el desapego de los países que forman parte de la Commonwealth, ese eufemismo que escondió la pérdida del imperio colonial que tanta nostalgia sigue despertando entre los ingleses que votaron a favor del Brexit.

La ultraderecha, sin eufemismos porque vienen del fascismo, gana las elecciones en Italia. A Giorgia Meloni, admiradora de Mussolini, todavía no se la ha visto saludar con el brazo en alto desde que es primera ministra electa. No le hace falta. Ha militado en una organización neofascista desde los quince años y siempre ha dicho que el dictador, aliado del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, fue ‘un buen político y todo lo que hizo lo hizo por Italia’. Una Italia que se volvió agresiva, fanfarrona, como Mussolini, que apoyó la sublevación de Franco en España (una, grande y libre), invadió Francia cuando ya estaba derrotada por los nazis (y salió trasquilado), y trató de anexionarse Etiopía para construir un imperio colonial a la altura de sus ínfulas de poder.

Todo lo que Putin está haciendo en Ucrania lo hace por Rusia. Por su idea de Rusia. Por su nostalgia, no tanto de la Unión Soviética, como del imperio de los zares. Pero Rusia, la nueva Rusia, se resquebraja y los reservistas se resisten a luchar en una guerra que hasta hace unos días solo era una operación militar especial. Acorralado, sin el escudo de los eufemismos, a Putin le queda la carta de la amenaza nuclear.

Podríamos hablar del crecimiento de China, el imperio que viene, de la decadencia de Europa, de la fractura interna de los Estados Unidos, el imperio que declina. Podríamos teorizar sobre el eterno conflicto de Oriente Medio y el poder del dinero de los países del petróleo en tiempos de crisis energética, que tanto condiciona los reproches occidentales a las violaciones de los derechos humanos.

Y no nos encontraríamos con nada nuevo. Nada que no hubiéramos visto antes. En todas partes afloran imperios nuevos o se añoran los viejos. Y no aprendemos de nuestros tropiezos. A la humanidad le resulta más fácil cambiar la trayectoria de un asteroide con una minúscula nave de la Nasa, arrojada a las estrellas para salvar a la Tierra de un hipotético impacto, que salvarse de sí misma de sus delirios de grandeza.

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