Diario de León

Alfonso García

La maldición de Tutankamón

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Mi amigo, que acaba de llegar de Egipto, tuvo que ausentarse rápida y urgentemente en busca de los servicios. Al volver, simplemente dijo, como excusa innecesaria: «La maldición de Tutankamón». Nos miramos los presentes con cara de sorpresa.

Cuentan que Egipto es uno de los países más visitados, subyugado el personal por la imponente monumentalidad y misterio de su legado. El amigo, que comenta con entusiasmo sus experiencias viajeras, interrumpidas con frecuencia en busca de evacuación de urgencia, se hacía eco de la afirmación de su guía, que, en este sentido, no dudaba en constatar que «media España está ahora aquí». Hombre, lo hiperbólico es seña de identidad en algunas culturas. Lo que sí está claro en este viaje de mediados de junio —uno de los vuelos salió de León y llegó al mismo destino— es que los hispanos abundaban, lo que llevaba a nuestro tertuliano protagonista a plantearse la posibilidad de cooficialidad de nuestra lengua en el país de los faraones. Bueno, entre la hipérbole y la tontuna a veces solo hay un paso.

Atendió nuestro buen amigo, ingenuo hasta la raya de lo increíble, a todas las explicaciones sobre cuanto aparecía ante sus ojos atónitos. Real, mitológico, legendario. De esto último tomó buena nota, y lo que más le llamó la atención fue la llamada «maldición de Tutankamón», seguramente la más conocida de la cultura occidental. Viene a decir, en resumen, que cualquier persona que moleste a la tumba del faraón morirá en poco tiempo. Hay quien dice que está escrita, aunque a saber dónde. Lo cierto es que una nebulosa legendaria se cernió sobre la tumba. La imaginación se disparó y los casos atribuidos a tal maldición extendieron sus redes.

Pepín Blanco, que este es el nombre de nuestro personaje, se fue enterando, aunque con lentitud, de otro significado añadido a la expresión. Cuando alguien levantaba la mano para que el guía le indicase un servicio cercano, mientras la solidaridad de algunos acompañantes le ofrecían Fortasec, Pepín, que fue atando cabos, trató de seguir las recomendaciones, aunque estaba semiconvencido de que la muerte no llegaría por atrás y sus evacuaciones líquidas o semilíquidas, no sólidas ni gaseosas.

—Coño, Pepín —espetó el siempre irónico Pancracio, que nos acompañaba, apurando el último trago de la caña-, a ver si ahora a una simple cagalera la vas a llamar la maldición de Tutankamón. Te veo muy sensible, muy faraónico.

El único lamento de Pepín es no haber visto los cocodrilos del Nilo. Dónde andarían los muy gandules.

Las risas pusieron fin a la escena.

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