Diario de León

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Y Sócrates, a concluir: La única lengua natural es la que se mama de la madre. Pero ninguna madre habla hoy aquí lleunés. Malo para esa lengua. Y el leonés que puedan hablar mañana sus hijos, ¿de quién lo mamarán?... Ni de la calle. Nadie se ve hablarlo en bar, tienda, corrillo o estrado. Ni en la intimidad. Sólo el aula será su nodriza ortopédica imponiéndose en centros o cursos, lo que le dará un aire artificial y torpe nada creíble. ¿Y acabarán normalizándolo también en la vida oficial y exigiéndose para ser funcionario, médico o conserje igual que se hace donde disponen y se impone una lengua cooficial que, como precedente, legitimará la intención?. El leonés, además, se ha invertido y es hoy fenómeno urbano más que rural y más de gente cultimoza que de mayores que serían el arca que guarda lo residual. El pueblo no lo habla; y mal querrá aprenderlo y tener que falarlo si no hay necesidad, si no es útil y si empobrece el entenderse hasta con los paisanos o la familia. Bastante paradoja es ya que tampoco lo conozcan los propios leonesistas que lo exigen como cuestión de estado; ¿no deberían hablarlo en público para darnos el definitivo ejemplo de su utilidad y viabilidad?; pero con cuatro palabritas para estampar en carteles, rótulos o indicadores ya les vale. Puede decirse que, siendo una lengua oriunda reconstruida y uniformada a rebufo del llingüismu académicu asturianu, ese lleunés es lengua extranjera en este interior y en el sentir popular sin pasar de ser exotismo arcaico con el que alardea de diferencias quien necesite redimir complejos o creerse muy distinto para así lamerse solo. Tampoco será oportuna esa barrera lingüística de nuevo cuño si queréis atraer de fuera la gente que necesitáis que venga a creerse esto y a invertir sueños, dineros y trabajos que atajen vuestro cáncer de lo despoblado que os dejará aún más pobres y más solos aunque logréis separaros de la Castiella que vus lladronea sin haberos librado antes de vuestros propios ladrones. Y si queréis una lengua de verdad, ¡a mamarla! (y así concluyó Sócrates dejándonos en paz).

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