Diario de León

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Hoy quería escribir sobre el tren del oeste. Ese ferrocarril Ruta de la Plata que, cuando se cerró definitivamente a mediados de la década de 1990, dejaba en silencio un territorio condenado de antemano a la despoblación. Pero me asaltan otras zozobras. No me queda más remedio que asomar la cabeza por encima de esta franja histórica del reino de León que desvertebraron con el diseño radial de las comunicaciones que impuso que todo pasara por Madrid, primero, y por Valladolid después. Hoy me subo al tren imaginario del oeste por la destartalada vía, pero mi mirada viaja a oriente, a la franja que arde y sangra. Donde el estruendo de las bombas es la nana que mece macabramente a la infancia asesinada. Y me pregunto qué diría Hannah Arendt de lo que sucede en Gaza, donde niños y niñas, hospitales y ambulancias son el blanco de las bombas señalados como objetivos militares por Israel. No tengo respuestas pero su voz se alzaría más cerca de Antonio Guterres que de la tibieza de las naciones europeas y, desde luego, de la leña al fuego que echa Estados Unidos para una inútil batalla por su hegemonía internacional y alguna riqueza que arañar en su subsuelo.

Hannah Arendt publicó su ensayo Eichmann en Jerusalén en 1963, hace 60 años, a partir del juicio que Israel organizó para castigar los crímenes cometidos por el teniente coronel de las SS Adolfo Eichmann, capturado por el Mossad, en 1961.

El testimonio del mando nazi, que aseguró con total frialdad que sólo cumplía órdenes y que su papel empezaba y terminaba en un punto que no eran las cámaras de gas, es la espina dorsal de su teoría de la banalidad del mal. Eichmann no ofrecía la apariencia del monstruo que todo el mundo esperaba. Era un tipo corriente al frente de una maquinaria mortífero. Cuando fue ahorcado, como era previsible, Hannah Arendt no es que no se alegrara. Conocía muy bien al criminal que organizó de forma metódica e intachable la deportación de millones de judíos y su aniquilación en campos de exterminio «cumpliendo órdenes de un Estado criminal» y escondiendo tras el aparato burocrático, la banal normalidad, el horror de sus crímenes. También analizó el papel de los consejos judíos, que salvaron a unos pocos judíos a cambio del sacrificio de muchos, y de las naciones ocupadas. Fue incómoda y quisieron censurar sus crónicas previas al ensayo en The New Yorker. Una de las cosas que más molestó fue que cuestionó la legalidad de Israel para realizar el juicio. Arendt abogaba por un tribunal internacional para juzgar semejantes crímenes. Hoy existe un Tribunal Penal Internacional, pero no parece que Netanyahu tema ser sometido a la justicia. Y, sobre todo estremece, ver reproducido, sin la pantomima de la bucrocacia, un genocidio a la vista y oídos del mundo entero. Ni siquiera tenemos la excusa de ser víctimas de la propaganda. El mal ya ni siquiera es banal.

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