Diario de León

Hojas de chopo

 Alfonso García

Elogio de la sopa de ajo

Creado:

Actualizado:

Me dicen que ha muerto Tomás el churrero. Poco sabemos con frecuencia de quienes compartieron con nosotros tiempos y geografías de forma diaria e intensa. Las diásporas cierran muchos círculos del sentimiento. Lo de el churrero tiene explicación fácil: ayudaba algo a su padre, el señor Tomás, también el churrero, en el puesto matutino, móvil, dominical y al aire libre que montaba frente a Casa Pocarropa, al lado de la carnicería de Concha y Felipe. Uno recuerda aquellas corras de churros saliendo del aceite para cortarlas a la medida generosa de la docena encerrada en un cucurucho y espolvoreada de azúcar como toque definitivo. Llegó a ser impensable un domingo sin churros con el chocolate Jualo fabricado en aquella Santa Lucía de la infancia. Dos manjares para poner vuelo al domingo.

No siempre era domingo, claro. Y aunque lo fuera, al menos quedaba algo de tiempo para nuestros asuntos. Fuera de los churros sagrados, la misa de obligado cumplimiento —más si eras monaguillo de roquete, hábito y esclavina roja—, a veces el rosario vespertino y las fervorosas idas rápidas y frecuentes a la pizarra de los resultados de fútbol que Lisinio, siempre con chaquetilla blanca, iba anotando a tiza en la pizarra que colgaba a la izquierda de su bar… Fuera de esto, digo, y como todos los días, las correrías, sin rumbo casi siempre. Los del paso p´acá —más cerca del río— teníamos el cuartel general en la Cueva Mediavilla, refugio natural durante los bombardeos de la guerra civil. Camino de nuestro centro de operaciones, veníamos observando en aquellos días de verano cómo algunos niños de las casas de La Viuda salían por la mañana a la calle y comían sopas de ajo en cuencos de barro. Después supimos que eran hijos de parameses recién llegados a trabajar en la mina, Tomás entre ellos, Tomasín entonces. Rápidamente se incorporaron a nuestras vidas.

Inevitable asociar su nombre también a la sopa de ajo. La economía de la austeridad no admitía el más mínimo desperdicio. Y la humildad del plato de tantísimas cenas, aderezado con huevo casero y pimentón, alivió muchísimas hambres y muchos fríos también. Los pocos sobrantes de las hogazas de Ángel y Daniel se convertían en el placer del alivio. Es el mejor elogio cuando la mella del olvido pone sordina a la vida. Lo poco que sobraba, con otras añadiduras de montes y campos, se convertían en lavazas para alimentar a los cerdos. Con la matanza llegarían otras sonrisas alargadas hasta donde dieran de sí. Esa ya es otra historia.

tracking