Diario de León

Cuarto Creciente
 Carlos Fidalgo

La sombra de la Luna

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Durante dos segundos intensos, un alambre de fuego ocultó el Sol en Cacabelos. La sombra de la Luna se había interpuesto entre la Tierra y el astro. El eclipse había sido perfecto.

Ocurrió hace ciento doce años. Y lo recordamos porque acabamos de vivir un eclipse solar que ha dejado un rayo de oscuridad por Norteamérica. Era el 17 de abril de 1912 y el Titanic acababa de hundirse en Terranova cuando decenas de astrónomos de los observatorios de San Fernando y de Madrid, del Ministerio de Instrucción Pública y la Universidad de París, desembarcaban en Cacabelos con sus telescopios, con sus camarógrafos y sus planos de lienzo para estudiar lo que Mario Roso de Luna —que había bautizado un cometa con su nombre después de descubrirlo a simple vista cuando solo tenía 21 años— llamaba ‘sombras volantes’. O lo que es lo mismo, las proyecciones ondulantes que dejaban los objetos cuando se acercaba el momento del eclipse.

Y durante dos segundos escasos, dos segundos intensos, la sombra de la Luna ocultó el Sol por completo. Lo contaba desde su punto de observación en Toreno el secretario del Ayuntamiento Adolfo Fernández: el eclipse quedó ante su vista «como un pandero de cuatro ranuras en forma de cruz aspada» desde la que «se despedían haces de luz» tan intensos, tan brillantes y de tantos colores que le resultaban imposibles de definir, escribía de aquel momento del 17 de abril, a las 11 horas y 55 minutos, en el que durante dos segundos el día desapareció. Las liebres salieron huyendo. Los pájaros enmudecieron y «el silencio sepulcral» que invadió Toreno llevaron a Fernández a pensar que el eclipse había sido total.

Si un segundo puede contener toda la eternidad, imagínense lo que puede caber en dos. Si un astrónomo como Mario Roso de Luna, corresponsal científico del periódico madrileño El Liberal que aquel día también estuvo en Cacabelos, era aficionado al ocultismo y a la Teosofía, imagínense lo que suponían los eclipses en la imaginación popular cuando nada se sabía del movimiento de los astros, de las sombras volantes, de las estrellas y los cometas. Del Sol.

Quizá en dos segundos quepa el fin del mundo, después de todo, y el comienzo de un universo nuevo. Bastaría con cerrar los ojos para no quedarnos ciegos.

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