Diario de León

Hojas de chopo Alfonso García

Balón y árbitro al río

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Leo el delicioso libro de Miquel Berga Un país extranjero. Anoto: «… en Mequinenza, todavía hoy, a la una de la tarde, puntualmente, suena estridente una sirena. Es el aviso horario. Es el mismo sonido que oían los mineros y todo el pueblo cuando vivían entre ríos de curso natural y tocaba ir a comer. Era un tiempo en el que el peculiar campo de fútbol del pueblo estaba ubicado justo en la confluencia de los dos ríos y siempre había un barquero a punto para ir a recuperar la pelota cuando caía al agua. Y era un tiempo en el que, para presionar al árbitro de turno, los mequinenzanos proferían, con toda propiedad, una amenaza perfectamente verosímil: ¡Te vamos a tirar de cabeza al río!».

Es curioso. Después de la lectura del libro uno llega a la conciencia de las similitudes que, al margen de las distancias geográficas, ofrecen algunas culturas, como el caso de la minera. Entre Mequinenza (Zaragoza) y las leonesas Santa Lucía y Ciñera se establecen paralelismos casi calcados.

El primero, la sirena referida, que entre nosotros llamábamos popularmente pito , con toda clase de chanzas y anécdotas. Instalado en «Las Turbinas» —esperemos que no siga el camino de la ruina y el disparate, tan habituales por estos pagos, aunque las noticias no parecen halagüeñas—, se convirtió durante muchos años en el marcador horario de la vida de Santa Lucía, aunque lo fuera esencialmente para los trabajadores del Grupo Fábrica. Con sonido distinto y alarmante, sin horario pero con más frecuencia de la deseada, anunciaba algún grave percance en la mina, sembrando de incertidumbre al vecindario.

El campo de fútbol del ya mítico Hullera, ahora, al parecer, reconvertido, estaba en Ciñera, el pueblo hermano. Ganado el espacio un poco al río, este también se convirtió en referencia para el patadón, voluntario o no —algo dependía del marcador— que llevase el cuero aguas abajo. No había barca para recogerlo, pero sí un cazo muy alargado pensado para el rescate. Y una red que ocupaba el ancho del puente cercanísimo para, por si acaso, evitar pérdidas. La abundancia de balones no era moneda en curso.

Las amenazas de tirar al río al árbitro —y a algún jugador contrario— formaban parte de la geografía del lenguaje de la afición enfadada. Pero, que yo sepa, nunca llegó la sangre al… Eso sí, sospecho que los árbitros que cruzaban el puente, a veces escoltados por la Benemérita, querrían desaparecer del escenario como alma que lleva el diablo. Esta, está claro, es una incógnita.

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