Diario de León

Cuerpo a tierra. Antonio Manilla

Por mares desconocidos

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V ivir no es necesario, navegar sí». La frase que Plutarco le atribuyó a Pompeyo como parte de una arenga a unos marineros parece el lema que anima la existencia de los más jóvenes, a quienes les resulta inconcebible pasar un día sin internet, juegos en línea, vídeos de sus amigos. Sin datos no hay paraíso. Cualquiera que sea padre sabe perfectamente que un adolescente sin cobertura en el móvil es más peligroso que un mono con dos pistolas. A quienes jugamos en la infancia a polis y cacos y tuvimos que padecer el insufrible intermedio de la hora de la siesta nos produce estupor ese afán de estar a todas horas conectados y presentes en ausencia, pero es el signo de los tiempos y nuestro asombro es en realidad un síntoma de estar perdiendo el sentido del siglo que corre como un galgo. Igual que no entender un anuncio publicitario, la apatía hacia ese simulacro de vida que sirven las pantallas es un indicio claro de que comenzamos a vivir en una época prestada, que nuestro pulso se debilita como la luz de esa distante galaxia cercana al momento del Big Bang que hemos fotografiado recientemente. Ha pasado antes y volverá a pasar. Cada generación es una estrella que se extingue sin comprender a la siguiente.

Así que, pensándolo bien, no deberían extrañarnos las redes sociales y el mundo interconectado que ya habitan los jóvenes como propietarios de pleno derecho. Es el mismo camino que la humanidad tomó en todas y cada una de las encrucijadas a las que tuvo que enfrentarse, incluso cuando todavía no era humanidad: los australopitecos, con el mismo cerebro que un chimpancé, en cuanto vinieron mal dadas, inventaron las primeras herramientas; no fueron los «sapiens», aunque nos guste creerlo. En todos los momentos de crisis que la generosa historia nos ha brindado, nos hemos liado la manta a la cabeza y tirado para adelante sin analizar demasiado las posibles consecuencias. Somos una especie que puede ser muchas cosas, pero sobre todo es curiosa y flexible. Ya aquel primer australopiteco, apenas un simio recién promocionado a bípedo, cuando descendió de los árboles, se puso a caminar y se fue de casa, haciéndose nómada. Los éxodos luego se convirtieron en una desgracia para los pueblos, pero en origen fueron una elección consciente, aunque la provocase la necesidad. Así sobrevivieron nuestros ancestros: no aceptando límites. Buscándose la vida. Navegando por mares desconocidos.

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