Diario de León

Alberto Flecha

El árbol de Velilla

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Dice Santocildes que el árbol tiene unos ochocientos años. Y que, cuando se subió a él para tallarlo, este había pasado por una larga agonía que gangrenó su madera desde dentro hacia afuera, casi al contrario de lo que suele pasar con los tejidos del cuerpo humano.

Apenas se salvaron negrillos de la grafiosis, árboles totémicos como pocos, como también lo fueron los tejos y las moreras. O como los roblews. Bajo sus ramas centenarias se convocaron los concejos de antes, y los pueblos vieron vagar junto a sus troncos la intrahistoria de la que hablara Unamuno; la vida silenciosa que pasa de puntillas a la sombra de los frondosos titulares de la Historia —ese otro relato que impone su presencia en polvorientos libros de magia a fuerza de mayúsculas—.

Y digo «fueron» porque muchos de estos árboles yacen hoy en día olvidados a la puerta de iglesias y cementerios. Ni siquiera hizo falta que llegara una enfermedad como la que arrasó los olmos —a los que aquí domésticamente llamamos negrillos— para que muchos árboles que un día fueron santo y seña de nuestras aldeas hayan quedado arrinconados en la memoria. Fue otra necrosis la que avanzó como un demonio, la que se llevó al niño y al viejo, la que se llevó los botes de la pelota en la plaza o la conversación sonora. O el jolgorio y la fiesta junto al atrio de la iglesia.

Han pasado treinta años desde que el mestre Santocildes se subiera al Negrillón de Velilla con la motosierra en una mano y el compás en la otra. Y en la madera muerta dejó para la vida eterna un concejo de personajes. Unos; los tres guirrios saltimbanquis que con sus coloridos abanicos salieron un día de la corte de Merlín el mago para llegar a tiempo a los antruejos. Otros; el pastor local Alvar Simón Fernández y la Virgen del Camino, que dicen que fue ella la que, aparecida en medio del Páramo, le ordenó al de las ovejas lanzar con su honda aquella piedra que habría de principiar el primero de los muros de su famoso santuario. También se levanta allí la torre, la velilla de Velilla, el puesto privilegiado para la observación y vigilancia al filo de los campos parameses. Y un San Roque sin perro que le ladre, pero patrón que convoca al pueblo en el culto y en la fiesta.

Quiso el artista hacer arte; o sea, frenar la muerte. Desde las tumbas del cementerio medieval que aún pueden verse entre sus raíces se alza el tótem-árbol escalando con sus ramas hacia el cielo. Por ellas se subió Santocildes tratando de dar hálito a la vida del pueblo en sus símbolos antes de que fuera demasiado tarde. Los fue tallando, los forjó dando forma a un camino que une muerte y luz. Fue creando, en definitiva, una pieza que como las auténticas obras de arte teje ese hilo frágil e infinito que va desde el polvo a la esperanza.

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