Diario de León

Alfonso García

Pescas y calderos

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Frente a la casa del tío Santos, en Salinas, que ahora cambia cara y dibujo gracias a la restauración de un nieto que la mantiene viva en tiempo de abandonos. El río siempre poderoso de la infancia se amansaba aquí en una tabla larga y lenta. Caía en la otra orilla, prácticamente desde la vía del tren, una escombrera de carbones y escorias rematada por un senderito de pescadores, curiosidades y búsquedas, paralelo y cercano al agua, emboscado entre chopos escasos y malezas varias. Recuerdo allí la frecuente presencia de Cholo Méndez-Trelles y del Falangista, del relojero Bravo aprovechando horas muertas de la jornada y de otros varios que frecuentaban el recorrido. Pero, sobre todo, la nuestra. Era espacio del dominio veraniego de la chavalería: para contemplar las truchas, gordas y en quietud casi beatífica, iniciar el aprendizaje de la natación en un tramo tranquilo, apenas profundo y sereno, y pescar los sueños iniciales de aquellos años. No sé por qué decíamos entonces cazar, actividad que, seguramente por semejanza, englobaba a otras de parecida ejecución o intenciones. Pero también jugábamos a cortar el agua con piedras de la mayor lisura posible y hacerlas saltar en varios cortes, como una rana, para ver quién ganaba llevándolas más lejos.

Lo cierto es que pescábamos, o cazábamos, según se mire y quiera, por orden de dificultad, algún pececito desorientado, transparente casi, anguilas y renacuajos. Poniendo las manos en forma de cuenco o, sobre todo, colocando el caldero tumbado para levantarlo con rapidez cuando creíamos que alguna de las presas había caído en la trampa. Creo que las niñas, descalzas entre las piedras apenas mojadas, o espantando lavanderas, valoraban esta capacidad. Nada extraña la presencia de algún que otro gallito.

Los calderos fueron otro de los símbolos de mi niñez. Regresábamos a casa con él, conteniendo en este caso las capturas fluviales de la mañana, a veces de la tarde. Y volvíamos al mismo escenario al día siguiente, o quizá dos o tres días después, para iniciar la faena devolviendo al río lo que le pertenecía. Un ritual. Lloré desconsoladamente cuando alguien en mi casa volcó un día no se sabe dónde el caldero de mis sueños. Había roto el ciclo de una costumbre. Supongo que por cubrir otras necesidades. Siempre el caldero, necesario, imprescindible. Siempre el agua en los calderos. De las fuentes, de los ríos, de las cocinas. Calderos de zinc o de humilde hojalata.

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