Diario de León

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Me encantan los colibríes. No sé qué atracción los sostiene en el aire, con movimientos rápidos e inesperados en cualquier dirección. Al contemplarlos, los recuerdos saltarines, alocados como este vuelo mágico se agolpan en el aire de la memoria, que llega a la niñez de aquellos años felices de veranos de actividad frenética, con múltiples e inesperadas alternancias que nunca dejaban espacio al aburrimiento. El río, los pájaros y sus nidos, un partido de fútbol, los bolos, las caminatas montaraces, los tres navíos por el mar, los trompos, el manro… Y pisar hierba.

Convivían aún las labores del campo y de la mina, aquellas en lenta vía de extinción, en no pocos casos compartidas. Significaba que, entonces, las faenas agrícolas y ganaderas debían compatibilizarse con los horarios mineros. La siega, por supuesto, siempre a guadaña. Había buenos segadores. Recuerdo a algunos. Recuerdo el rasgar rítmico, casi musical, al pasar la hoja sobre la hierba para secar en hileras curvadas, dispuesta para ser recogida, con forca y rastrillo, y llevarla al pajar.

Conocíamos con precisión el día en que el tío Tal o Cual recogería la hierba. Día duro. A forcadas se iba cumpliendo la capacidad del carro, apretada la hierba pisándola algún familiar, vecino o amigo, con los picones abiertos para ensanchar el espacio. Uncida la pareja, se iniciaba el lento camino desde el Valle, Villarín, el Puerto Arriba… hasta el pajar. Digo que el camino era lento y a veces tortuoso, caminos de cabras, piedras y estrecheces. Llevar a la pareja exigía la experiencia del tiempo y el manejo de la ijada para convencer sin herir. Sobre la hierba mullida en el carro, desde las alturas, era habitual alguna figura. Lo cierto es que alguien de la chiquillería siempre hacía cálculos sobre la llegada.

Rondábamos los alrededores del pajar, a la espera, hasta la invitación a pisar hierba. Era clave común en nuestra vida. Ahora pienso, con ironía, en un microrrelato: «Entró en el pajar y se clavó la aguja». Nunca se cumplió. Saltábamos sobre la hierba recién llegada, inventábamos todo tipo de cabriolas, hacíamos palomitas con balones imaginarios, jugábamos alocados con los movimientos imprevisibles del colibrí…

A veces, pocas, nos daban de merendar: rebanada de hogaza con trozo de chorizo o tocino, pastilla de chocolate en casos excepcionales. Y después, al río, a quitar polvos y hierbajos que se habían instalado en el cuerpo como lancetas. Una purificación.

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