Diario de León

Alfonso García

Tiempo de castañas

HOJAS DE CHOPO | A veces –pocas, es verdad- se repartían equitativamente, porque mi madre y mi padre apenas probaban un puñadito de nada.

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Diciembre significó en muchos momentos época de recogimiento, alejado de fastos y farándulas, motivado también por los rigores invernales de nuestra montaña. En el escenario, el rito inevitable de las castañas, que tanto significaron en la cultura del frío y de la infancia. Aquellas tardes duras y luces mortecinas, después de la escuela matando el tiempo con la nieve, sus trampas y alicientes, en la cocina después, cerrada y de palabra cercana y amorosa, cumpliendo algunos mandatos rutinarios, entre los que recuerdo la paciencia infinita a la hora de escoger lentejas, frecuentes y apañadas. Ya lo conté en otra ocasión.

Ayer comí un puñado de castañas. Sabrosas. Intensas. E inevitablemente hice el recorrido hasta aquella cocina invernal alimentada por nuestro carbón que encendía de rojo intenso la chapa de la bilbaína.

Alguna tarde, rompiendo la rutina, mi madre nos mandaba a mi hermano o a mí a comprar castañas. Sin especificar, que el dinero que llevábamos era la tasa. A en Ca la tía Flora o en Ca el tío Pocarropa (me viene también la imagen, en ambos casos, de la piña de plátanos que colgaba de un gancho en el techo). Un saco, en el suelo, que iban enrollando con destreza a medida que se iba vaciando. Una vieja lata de sardinas, de tamaño medio y redondo, que reposaba sobre el fruto marrón brillante, servía de orientación para medida y peso. Apenas si fallaban. Puñado arriba o abajo para la precisión sobre el plato de la balanza. Envueltas en aquellas bolsitas de papel marrón claro. La vuelta a casa ofrecía siempre la tentación de probarlas crudas, que tampoco era mal asunto.

Cocidas o asadas. Era la única alternativa, al menos en mi casa. Prefería la segunda. Y recuerdo la rápida habilidad de mi madre picándolas para colocarlas sobre la chapa, bien esparcidas y removiéndolas de vez en cuando con las palmas de las manos y las yemas de los dedos para dorarlas con cierta uniformidad, mientras algunas restrallaban como cohetes de feria. Un rito grabado para siempre en la memoria.

A veces –pocas, es verdad- se repartían equitativamente, porque mi madre y mi padre apenas probaban un puñadito de nada. Para nosotros, el banquete de la calidez en aquella cocina cálida y caliente, a veces con los pies en el horno, calzados con zapatillas Wamba, en las que al día siguiente ascenderíamos a la madera de las madreñas en aquellas primeras navegaciones por la nieve y por la vida. La pequeña historia.

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