Diario de León

Antonio Manilla

Sin faro en la tormenta

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La justicia, en los tiempos de Roma, tenía su templo no en un edificio sino en una persona. Y su lugar, en la calle: el pretor, cuyo aval moral y su silla plegable de marfil se instalaban cada jornada en un lugar distinto de las basílicas del Foro, impartía sus sesiones de justicia, a la vista de todos, en mitad de la rúa. No trae uno a colación este ejemplo histórico por nostalgia de una judicatura más cercana a las gentes del pueblo, ni tan siquiera por una menos alejada de las mesas del poder, sino como metáfora. Una metáfora de lo perdido.

Porque esa figura, al menos hasta el último tercio de la pasada centuria, en cierta forma la representaron los intelectuales: a su opinión y voz se acudía como a una fuente de la que beber el agua incontaminada de la verdad. Que —de Heidegger a Sartre— el líquido acabara resultando enturbiado por las cenizas de alguno de los totalitarismos que navegaron uno de los periodos más convulsos de la humanidad, no quita que en aquellos veneros y columnas el común de los mortales lograse saciar su sed y apuntalar el siempre inestable andamio de los credos en el que fue el siglo de las ideologías. Daban amparo y sombra, además de entretenimiento: tardes de tertulia en las cuales se debatían sus ideas con un café compartido alrededor del siempre clandestino vínculo de la amistad.

Hoy, siendo sinceros, ya apenas existen esos faros de opinión. Se han ido muriendo y no se ha visto la necesidad de reemplazarlos, o bien no ha habido con quién, acaso el último con repercusión internacional fuera Umberto Eco. El caso es que ahora mismo apenas quedan y ninguno con la autoridad que podían tener un Albert Camus o un Karl Popper, por poner ejemplos contrapuestos. Hay en la cultura un sentimiento de orfandad, que no palia la plaza pública de internet donde las voces y los ecos se nos presentan como indistinguibles, cuando no simples barruntos de algún robot que está barajando conceptos a ver qué mano sale. Es demasiado el ruido como para escuchar algo con atención. El auténtico triunfo del capitalismo no es que haya logrado expandirse por medio mundo, sino que ya no existan rebeldes, hombres que dicen no, a los que se escucha y sigue. En los que se confiaba, aunque algunas veces fuera para equivocarse.

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