Diario de León

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Debo avanzar, en mi cargo, que para mí los políticos son esos seres sobre cuya inteligencia nunca debe hacerse uno ninguna ilusión. Son tantas las expectativas defraudadas por el paso del tiempo y las legislaturas, que aplicar esa norma corporativa —y por tanto injusta en origen— es, pese a ello, una buena opción para no errar. Aunque sea tan falsa como decir que todos los payos son honrados, seguramente acertemos al aplicársela a los miembros de casi cualquier gobierno conocido o por conocer en la mayoría de los casos. Podría decirse que es una idea comodina, que vale tanto para un Rato como para un Cosidó, igual que el título de aquel libro de poemas que Rafael Alberti dedicó a los cómicos del cine mudo y que a mí siempre me viene a las mientes viendo un telediario, sobre todo en estos tiempos de interpandemias: «Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos».

Y es que el poder puede que erotice, como se suele sostener, pero desde luego idiotiza. Vuelve otro el intelecto y desnorta el entendimiento, tal vez ese ser que hasta ayer era un divertido amigo o un sagaz contertulio, en el momento de comenzar a dedicarse a la gestión de lo público, aguante un par de meses con sus facultades reflexivas intactas, pero a los tres o cuatro meses de tocar poder su mente comienza a deteriorarse, su cerebro empieza a tomar extraños derroteros y su comportamiento estrena extravíos nuevos. Ya sabemos que para ser ley debe tener sus debidas excepciones, y las hay, pero son las menos.

Eso es una metamorfosis y no la del pobre Gregorio Samsa de Kafka. La de los políticos cuando se convierten en cargos electos. Es inaugurar la legislatura —por modesto que sea el cargo— y ahí los tienes, mutando hacia entes infatuados a los que muy pronto todo lo humano les será ajeno. No hacen falta estudios de laboratorio para interpretar esa transformación: el lenguaje popular lleva siglos diagnosticándolo y ha llegado a una conclusión definitiva: se les sube el cargo a la cabeza, como a los abstemios un mínimo trago de vino. Quizá el poder tenga algo de virus infeccioso. No obstante, hay quien le echa la culpa a los ácaros que viven en las moquetas de los despachos oficiales: miríadas de generaciones de evolución perfeccionando sus planes de dominar el mundo a través de esos engreídos interinos…

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