Diario de León

Arturo Pereira

La muerte del ogro

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Hace doscientos años que falleció Napoleón, apodado el Ogro por su más radicales detractores. Personaje que genera tantas adhesiones como odios. Heredero de la Revolución Francesa, hipotecó sus principios bajo una dictadura articulada mediante la aspiración imperial. Un genio militar que jugó a ser el amo del mundo y como ocurre siempre concluyó su empresa de forma ruinosa, muriendo solo en una isla custodiado por sus enemigos los británicos.

Su relación con España fue calamitosa desde el principio. No se resistía a cambiarnos. Anticlerical, receloso de nuestra monarquía y desconocedor del pueblo español, no se le ocurrió otra brillante idea que la de invadirnos para colocarnos en lo que él consideraba como el mundo moderno del momento.

España jugaba un papel determinante en el intento de control del continente, y por supuesto de los mares, dada la potencia naval que representaba nuestra patria a la altura de la británica. El autoproclamado emperador de los franceses era consciente de que necesitaba controlar los mares para vencer a los británicos. Todos sabemos como terminó la batalla de Trafalgar y lo que ello representó en la marcha de las denominadas Guerras Napoleónicas.

Primero aliados y luego sus enemigos, consecuencia de ser un personaje caprichoso, vehemente, pero también muy inteligente y con una imponente fuerza de voluntad. Todo eso está muy bien si se utiliza de forma racional. La soberbia le hizo perder la cabeza y en España le condujo a la derrota de Bailén, además de la correcta interpretación de la batalla por parte de nuestro héroe nacional el general Castaños.

España se convirtió en un dolor de cabeza permanente para este dictador. Nos tenía situados a su retaguardia y no podía afrontar nuevas operaciones militares con un país entero en armas a sus espaldas. Para atenuar ese peligro, tuvo la habilidad de ganar para su causa a muchos españoles que compartían los ideales de la Revolución Francesa, los denominados afrancesados. Muchos terminaron sus días en Francia tras el final de la Guerra de la Independencia. Los intentos de modernizar España chocaron precisamente con el poder de la Iglesia y la adhesión al rey. Lo que triunfó en Francia, aquí no tenía cabida. Somos muy nuestros y nos gusta que nadie nos venga a decir cómo debemos hacer las cosas, aunque seamos conscientes de que las hacemos fatal.

Napoleón nunca entendió a los españoles. Decía de nosotros que despreciábamos aquello que nos regalaba. Y lo que pretendía regalar era su visión del mundo, de Europa que en aquel momento era prácticamente lo mismo. Su idea paneuropea bajo su cetro no convencía a casi nadie salvo algunos estados aliados que poca ayuda le prestaron. No se puede pretender tener siempre la razón, y no se puede uno enfrentar solo al mundo.

Cierto es que las demás potencias europeas tampoco eran unas hermanitas de la caridad y estaban empeñadas en destruir el Imperio Español para ocupar su lugar, y lo consiguieron. De esta forma el Imperio Británico pudo alcanzar su máximo esplendor. Otra injusticia más de la comunidad internacional al mantenernos al margen del reparto del nuevo orden surgido tras la derrota definitiva de Napoleón. Nada nuevo; nosotros solemos hacer lo imposible y otros se benefician, es una constante en nuestra historia, qué le vamos a hacer.

A pesar de todas sus sombras, Napoleón tuvo sus aciertos. Aciertos como la implantación de un Código Civil moderno, otorgando una nueva situación a la mujer en la que adquiría derechos que la hacían más libre e independiente… para la época.

En definitiva, hablamos de un personaje histórico, controvertido que sumió a Europa en un ciclo de guerras que costaron muchas vidas de jóvenes europeos. Francia está dividida sobre su héroe, o villano. España tiene poco o nada que agradecerle, salvo que consiguió unirnos a todos en una guerra patria frente al invasor.

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