Diario de León

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L eo en un poema que somos ángeles vagabundos. Peregrinos obsesionados con el viaje al infinito.

Leo que somos constructores de catedrales, también, y diseñamos nuestro propio manicomio. Somos viajeros ambulantes, de elipsis en elipsis, ebrios diletantes, intérpretes virtuosos del sueño de las piedras. Eso somos.

¿ Y de qué tenemos miedo? De la niebla, que se introduce sigilosa en el cerebro del campanario y provoca terribles migrañas de bronce. La tememos más que al aullido del frío y al humo endemoniado de los rastrojos, porque en la niebla se camufla el alma de los muertos y la melancolía de los que estamos vivos.

Todo esto que les cuento ocurre en un monasterio. Todo el poemario. Y allí imaginamos a monjes de oídos sensibles, capaces de escuchar los susurros de las piedras. ¿Y qué soñamos? Que escalamos muros descarnados. Que trepamos de noche hasta la cumbre más alta y contemplamos el mar por encima de las campanas. Que somos ángeles suicidas que se cortan las alas con una navaja y se lanzan al vacío con los ojos entornados, mientras unos brazos corren a nuestro encuentro.

Todas estas palabras son de Fermín López Costero. Con ellas construyó un verdadero Memorial de las piedras en torno al Monasterio de Carracedo hace algo más de diez años. El poemario mereció un premio; el Joaquín Benito de Lucas. Y Fermín escribió después más versos, más cuentos, y dio con una editorial en Granada que no tuvo dudas de su talento. Hasta que hace justo dos inviernos, poco después de una nevada, Fermín se fue, no sé si al infinito o solo en busca de otros ángeles vagabundos como él, y dejó sin terminar una novela corta y un poemario.

Amaneció la nieve, escribía en otro de los versículos de aquel libro. Amaneció la nieve pero también habría podido amanecer el hambre, o la locura, o la sensación de vivir en un cuerpo extraño. Durante la noche, nos contaba Fermín, alguien la depositó sobre las ruinas como si se tratase de una prenda hallada en medio del camino. Y a la hora del Ángelus se había convertido en la piel de un cordero secándose al sol.

Y eso es lo que somos, después de todo. Nieve al sol. Aunque la mayoría de nosotros, ebrios diletantes, nunca le dedique diez minutos a pensarlo.

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