Diario de León

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En un momento en el que las noticias falsas sobre el virus se propagan más rápido que el propio virus— citando al director general de la OMS—, es difícil separar el grano de la paja. Esta situación, que ya ha sido calificada como infodemia, se debe al exceso de información, tanto rigurosa como falsa, que nos impide encontrar fuentes fidedignas y elaborar una opinión fundamentada. Si, además, añadimos el desconocimiento por el virus, la inevitable improvisación de los gobiernos ante determinadas circunstancias y el ya acumulado agotamiento emocional, tenemos el caldo de cultivo perfecto para la desconfianza y la conspiración. Vemos a diario tertulias y debates que, en muchas ocasiones, alimentan este ruido. El peligro viene cuando la persona receptora del mensaje no tiene claro si lo que escucha es una opinión o una información contrastada, si lo que le dicen esconde un mensaje intencionado de manipulación, o es una conclusión elaborada a partir de investigaciones solventes. ¿Qué nos queda, pues, como ciudadanía?

Quizás la solución esté en recurrir a la contumaz decisión de escuchar solamente a voces expertas, lo objetivo y contrastado hasta ahora. El guirigay del gallinero convierte en una proeza casi imposible centrar el debate correcto sobre las vacunas. La ciencia y el personal investigador son nuestra única esperanza y es a este colectivo, no a los políticos, a quien hay que fiar la gestión de una pandemia sanitaria. En la campaña de vacunación sólo nos queda fiarnos del conocimiento y la evidencia que nos dicen que adelante, que los riesgos de ponerse una vacuna, como la de tomarse cualquier otro medicamento, existen, pero siguen compensando frente la mortalidad que provoca la enfermedad. ¿Ha leído alguna vez el prospecto de la pastilla que se toma para la tensión? ¿o la del ibuprofeno que adquiere en la farmacia con urgencia cuando le duele la garganta? ¿o de esa pastillita tan pequeña de la que sólo toma media por la noche para poder dormir mejor? Para las cuestiones de la ciencia, el personal científico. No hay más. No nos queda más remedio que confiar y seguir exigiendo a la clase política que la investigación sea prioritaria en la distribución de las cuentas anuales. Nuestra vida y progreso depende de lo que se cueza en los laboratorios, que, dicho sea de paso, están llenos de investigadores e investigadoras jóvenes en situación de precariedad. Cuidemos, visibilicemos y valoremos —económica y socialmente— el talento, porque como decía el actor italiano Victorio Gassman: «El talento es profundamente injusto: no se puede transmitir». Pidamos a las autoridades sanitarias rigor en la comunicación para evitar la estrategia de la confusión.

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