Diario de León
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León

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UN BUEN PELUQUERO BUENO Ayer murió Nano, el peluquero de la calle La Bañeza. Su nombre es muy castellano, Terenciano. En el barrio lo conocíamos por el nombre menor, que nada tiene que ver con el mayor, salvo en la rima y en la terminación. Nano se jubiló hace muchos años, acaso veinte o dieciocho. La enfermedad de la dulzura le arrebañó salud a espuertas y tuvo que dejar en erial los trebejos de la pela. Era un hombre dicharachero, entronizado en la vida de rutina, y un eximio conversador. A todo arrimaba comentario. Pero lo hacía con soltura, aplomo y, siempre, con aires de verdad. Sus razonamientos buscaban desesperadamente la lógica, y la encontraba, al menos, de primeras. Después, si descogollabas, podías hallar rotos que zurcir, pero eran rotos inapreciables, rotos que precisaban poco hilo para la sutura. Mientras pelaba, hablaba con palabra ancha, gruesa, correctamente pronunciada, y sobre todo, precisa. Es verdad que acaparaba el escenario (con razón, era suyo). Si alguien quería decir o apostillar algo, podía hacerlo, él escuchaba con atención y respeto, pero si encontraba brecha, se lanzaba como un felino a la captura de su presa. No con violencia, pero sí con vehemencia. Una vehemencia no exenta de afecto, consideración y aceptación de la réplica, si es que el seso de ella moraba en la sesera. De vez en cuando, detenía el trajín histérico de la tijera, la suspendía en el vacío, apuntando hacia el techo para no herir, la subrayaba con la quietud del peine, y fijando la mirada en el individuo trasunto del espejo, o volviéndola hacia el circunstante que sentaba en espera, sazonaba, si cabía más, su razón. Estaba a la vanguardia de las técnicas de peladura, a pesar de que la mayoría de sus clientes (hombres todos) rayaban edades de cana. Ya lavaba las cabezas antes de pelarlas; manejaba con destreza la navaja, que, de aquella, era un corte distinguido; moldeaba con maña los penachos, ahormaba las melenas... Hacía todo tipo de cortes, recortes, peinados y afeitados. Desde un pelado raso, hasta uno apurado, desde uno mediano, a un “córtame estas puntas, Nano”, desde un arreglo de barba tupida, hasta un rasurado calvo, desde una perilla, perilla, hasta una perilla de rabo, desde un gran bigote, a un bigote esmirriado. Vaporizaba las últimas lacas del mercado, y palmeaba con manos próvidas las caras y los mofletes con bálsamos y afeites de encargo. Cuando terminaba el trabajo, daba un abrazo de palabra, una garatusa en la espalda, y, con ello, reponía al desmochado las fuerzas que con el corte de pelo habían mermado. Recibía, como por obligación, el pago de sus servicios, y siempre te deseaba pasaras un buen día, ondeando, con un “gracias”, la despedida. Ayer tiraste la toalla de la vida, yo la recojo y la enarbolo en acordanza de tu partida.

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