Diario de León

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Hay un mítico garito futbolero en el Polígono X donde uno disfruta de ir a ver los partidos del Madrid. El Tillo es entrañable, auténtico y sobre todo, transparente. Los tapujos se van perdiendo con la edad y es algo que siempre admiraré. También con ‘T’, pero de tecnología, se ha bautizado a una generación, la de quienes nacen a partir del 2010. Dicen que su dominio de la red será su gran aliado para cambiar el mundo. También que serán más sanos que los anteriores: ya la generación Z —nacidos entre 1994 y 2010— redujo bastante el consumo de alcohol en comparación con los de la generación Y o millennials —entre 1981 y 1993—. En vez de estar por ahí de botellón o refugiados en las tabernas, están dejándose los sentidos y los dedos jugando al Fornite. Obvio que es mejor. Para el hígado también.

El otro día cuando entré al Tillo había siete guajes, no llegarían a los diez años, con los codos apoyados en las mesas mientras sus padres tapeaban y charlaban. Se encogían como estatuas en las sillas, entrenando la chepa, cabizbajos y con la cara iluminada por esa luz azul tan buena que dicen que desprenden los teléfonos móviles. Mecachis en la mar. Con lo que rentaba a esas edades una partidita a la brisca con los amigos, una peonza, las canicas o cambiar cromos... Pues allí se encontraban —estar, no estaba ninguno—, los unos con los otros, en eterno voto de silencio y absortos por el universo digital. Aquel cuadro sugestionó una reflexión sobre algunos comportamientos observados recientemente.

Una madre ignorada por su hijo en sus intentos para que deje de incordiar le anuncia el terrible castigo de «un fin de semana sin tablet». El hijo se ríe y se va corriendo en dirección contraria, tableta en mano. Una pareja da de comer a su hija con un vídeo del YouTube delante porque «si no, la nena no come». Madre discute con padre por las horas que su descendiente pasa frente al ordenador. El hombre contesta a su mujer: «pero para qué quieres meterte en esos ‘fregaos’». La hermana pequeña le quita el móvil a la mayor. La persecución, digna de James Bond, termina con ambas llorando y el sonrojo de sus progenitores en la terraza del bar. Abuela posa con cara absurda para complacer a nieta, que busca un selfi. Tras capturar el momento, la anciana recupera la soledad de su rostro y la pequeña se va. Siete niños juegan a videojuegos en el Tillo, sin intercambiar palabra alguna. Un octavo llega. Coge al perro y se lo pone en la cara a otro, con afán de molestar. No hay reacción. Nada sucede salvo la mudez.

¿La involución de la evolución? No dudo del coraje de estos niños, ni de todo su potencial, pero da lástima pensar en las postales que, a veces, deja esta generación T. Porque es aterrador que puedan ir perdiendo el factor humano de las relaciones sociales, algo imprescindible para llegar a ser personas.

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