Diario de León

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José Antonio Díez no sabía el viernes que los hados estaban a punto de conjurarse en forma de patán para que su papel como alcalde se convirtiera en una dignidad para los leoneses. Hacía tiempo —¿nunca?— que un representante cisastur salía en defensa de sus conciudadanos. Hasta ahora, lo único que habíamos visto los pocos que quedamos por aquí eran secuaces de partido, iznogures serviles al mejor postor, capataces de látigo fácil y de palabra necia, extraperlistas del poder. Y, de repente, un alcalde demuestra que se puede entrar en el círculo virtuoso y ponerse del lado de los suyos. Ni un segundo dedico al matón de discoteca que, además, no es más que el perro de su amo, pero los únicos que quedaron en evidencia fueron los demás, los palmeros de todos los ministros que prometen lo mismo desde hace 40 años. A la clac la pagan para que aplauda, sin rubor, aunque lo que haya sobre el escenario sea un espectáculo imposible de digerir. Ninguno de los políticos leoneses — ni Javier Alfonso, ni Eduardo Morán, ni Faustino Álvarez— le recordó a Ábalos que no hacía falta que viniera una vez más a reirse de los leoneses, que para qué trenes turísticos si ni Feve ni los Avant llegarán jamás, que aunque en el ministerio se esfuercen, el noroeste no es una fantasmagoría.

El viernes, José Antonio Díez se convirtió en alcalde. Ya lo era de hecho, pero en adelante lo será por derecho, y en una fuerza capaz de aglutinar el descontento de una sociedad a la que importa poco con qué mano, si con la derecha o la izquierda, se ejecute el bien común. Porque de eso se trata la res pública. Lo explicó muy bien ante el corifeo de cobistas que seguían los pasos del ministro: «Soy el alcalde de los que me han votado y de los que no», una aclaración que no en León no se ha conjugado nunca.

Aquí los que tienen más que perder son los que siguen poniendo piedras al regidor, que me imagino que hará como Feijóo con el PP y esconderá las siglas en las próximas elecciones. Eso, si tienen la suerte de que no les deje tirados.

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