Diario de León

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Con tanto empoderamiento hemos olvidado que las mujeres que crean/crearon nuestro mundo no fueron (solo) las que llegaron a la universidad y, desde luego, las que rompen techos de cristal. Nuestros tótems deberían ser las que no tuvieron más remedio que ser mujeres como el mundo quería que fueran, mujeres que padecían por haber nacido con un útero para albergar vida y mamas para alimentarla. Por eso ser mujer es algo demasiado trágico como para tomárselo al socaire de una simple autodeterminación de género. Las mujeres que han sufrido por serlo son las que tenemos que conmemorar. Sí, aún, y aunque nuestro mundo se haya vuelto un lugar sepultado por la purpurina del bienestar. Hoy he recordado a mi segunda madre, Agustina, la hija de unos campesinos de Cabezón de Pisuerga. Llegó a casa de mi bisabuela con doce años, pero antes había quemado sus manos de niña pobre cada vez que retorcía en el agua helada la ropa de los ricos y relevaba a su madre bajo el sol asfixiante en el campo. En otra ocasión hablé de la palabra terrible, criada, porque las mujeres de entonces no tenían infancia, no tenían más que la obligación de obedecer a los señores que le daban comida y abrigo, y un jornal que enviaban a sus padres a cambio de un trabajo que rompía su infancia.

Quiero celebrar a todas esas mujeres que no tuvieron la ocasión de leer ni de escribir, ni siquiera de pensar qué querrían ser si alguna vez hubieran tenido una vida que no fuera la de la familia a la que servían. No creo que haya nadie más merecedor de este 8-M que ellas, nadie que represente de manera más magistral lo que las mujeres hicieron para que el mundo no se detuviera. A pesar de la infamia, a pesar del dolor y la aflicción, en contra de su propia voluntad, cercenadas por una vida cuyo solo horizonte era la próxima tarea: Agus, la plancha, Agus, la comida, Agus, lava la cocina, Agus, limpia la vajilla, Agus, vamos a hacer natillas, Agus, ¿pero qué haces sentada? Ay, Agus, que se te pasó la vida trabajando para que viviéramos la nuestra.

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