Diario de León

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Tengo la regla desde los doce años. Coincidió por poco con la victoria de Felipe González, dos grandes cambios que viví con emoción desigual. El segundo lo recuerdo de manera vívida, como ocurre con los acontecimientos o los que recordamos como tales. Me había ido a la cama con la intensidad de la esperanza y mis padres me prometieron que me despertarían si finalmente ganaba el PSOE. Lo hicieron para que durmiera tranquila, con la sensación de que lo habíamos hecho bien, de que a partir de ese momento, nada podría ir mal. Con la regla fue algo diferente. Me acosté rara y me desperté con dolor en medio de la noche. Llamé a mi padre, que me dio una pastilla y me dormí sin pensar nada en absoluto. No fue, por lo tanto, especial, un cambio orgánico, me imagino, que a partir de ese momento me obligó a tener compresas en el pupitre del colegio. Una amiga y yo aprovechábamos el dolor mensual para librarnos de la clase de gimnasia y, a veces, de la misa en la capilla pequeña del cole. Poco más.

Ahora, las mismas que tratan de convertir el hecho de ser mujer en un asunto de parecer, de estado de ánimo, de género, que repiten slóganes vacíos de contenido, que niegan el hecho biológico como vía hacia un supremacismo trans cobarde, totalitario y brutal, esas nos ponen en ridículo y convierten un proceso natural en una especie de culto al primitivismo, a la venus de Willendorf, con el único fin de usar la sangre como tinta de calamar y tapar su propia indignidad.

Sacad vuestros rosarios de nuestros ovarios, decían, y no sabíamos que serían ellas las que tratarían no ya de encadenar nuestro sexo sino de eliminarlo para siempre a través del odio y la estigmatización.

La regla no es un acontecimiento, ni una losa, ni una mancha, ni nada más que un hecho biológico que hace que, sí, unas seamos mujeres y otros no lo sean. Sigo recordando la victoria de Felipe González con la añoranza que tiene despertar de un sueño y me pongo una compresa cada día 28, sin políticas ni ceremonias.

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