Diario de León

Creado:

Actualizado:

Vivimos en un mundo que no comprendemos, un lugar cada vez más inefable y, por lo tanto, más inaccesible. Lo que no se puede nombrar no existe. Puede que por eso, todos intenten que las palabras que usamos sean cada vez más breves, que los conceptos que expresan se llenen o vacíen de contenido según el interés de quien manda, de que nos dé la impresión —al menos a mí me pasa— de que cada vez somos capaces de abordar menos realidades, con lo que nuestro mundo se estrecha.

En la obra  Tiempo de magos,  Wolfram Eilenberger traza el pensamiento de los cuatro pensadores que marcaron lo que ocurriría en el siglo XX: Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin, Ernst Cassirer y Martin Heidegger.

El autor del Tratactus renunció a la fortuna familiar y abrazó la pobreza para convertirse en profesor de niños. Hoy nadie lo entendería, pero Wittgenstein hizo de su vida una causa moral. Decía que a los niños se les enseña anatomía montando un esqueleto de gato, astronomía, paseando durante la noche y admirando las estrellas, lengua, poniendo en marcha un thesaurus lo suficientemente completo para que fueran capaces de decirlo todo, de entender todo, de explicar cualquier pensamiento.

Por ello, una de las primeras cosas que hizo fue crear una lista de palabras que cada día crecía y que todos debían utilizar. Me recuerda a lo que una vez dijo José María Merino en una entrevista, que de niño devoraba el diccionario. Y es que el mundo acaba con la última palabra que somos capaces de pensar y por eso nuestra vida se acorta y la vida se vuelve un lugar confuso.

A Wittgenstein le echaron del colegio por un problema con los padres de sus alumnos ¿les suena? y su siguiente destino fue Oxford. ¿Quién sabe de lo que habrían sido capaces esos niños si el pobre Luis hubiera seguido en el colegio. Tal vez habría sido una generación capaz de dar sentido a palabras que se retorcieron hasta acabar con el mundo como lo habíamos conocido hasta entonces.

tracking