Diario de León

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Es curioso. Ahora, cada tarde, mientras trabajo me detengo a mirar las ventanas de los edificios que hay frente a mi habitación. Uno podría pensar que el confinamiento hace que la vida se vuelva cóncava, que te obliga a reservar una espacio mayor a la meditación, a la vida interior, a la subjetividad. Pero no. El ensimismamiento también exige disciplina y una de las consecuencias de la reclusión es que pierdes la capacidad de enfocar. Y si no te centras tu posibilidad de crecer disminuye. La atonía es la pauta del estado de alarma. Casi 50 días sin salir, sin relacionarte, casi sin hablar, hacen que los recursos con los que cuentas para defenderte en y del mundo se hayan convertido en una quimera. No somos seres sociales porque nos guste montar botellones de madrugada sino porque nuestra capacidad de crecer sólo depende de los demás. Uno no es nadie si se convierte en un barco anclado a su propia realidad. Si. Cada día me paro unos minutos para contemplar la vida que pasa puertas adentro. Les veo mientras desayunan, cuando ven la televisión, mientras juegan a las cartas, cuando salen a aplaudir... o a cacerolear. Un enjambre de secretos que en la mayoría serán rutinas anodinas (como las mías) pero que _al menos tengo esa esperanza_ en algunos casos acogerán profundidades con las que escribir historias. Sí. Es complicado crecer cuando la única persona con la que hablas es tu propia irrealidad. No existimos por lo que pensamos sino por lo que los demás crean a partir de la versión que damos al mundo. Por eso las islas no existen hasta que alguien las descubre. Los que no somos nosotros es lo único que necesitamos para que nuestra vida no se detenga. Y ya llevamos demasiado tiempo con la nuestra en cuarentena. No hay palabra más perfecta que contagiar, aunque ahora esté proscrita, aunque el temor al virus haga que sigamos con vidas hundidas en su propia irrelevancia. No hay nada más triste que la cáscara hueca e inerme del caracol.

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