Diario de León

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Leo una información acerca de la religiosidad de Rita Irasema, la hija de Miliki. Desde hace años ha renunciado a la presencia mediática, para refugiarse en su familia, la oración y una escuela de música. Busqué en la Red una imagen reciente, con sus 66 años. Recordaba aquel rato que pasé en León con ella y con su padre, en la terraza del Victoria, allá por 1986 o 1987, en mis comienzos periodísticos. No es la primera vez que lo cuento en esta columna, pero algunas vivencias debes volver a contarlas y a contárterlas. Carezco de memoria para las fechas, pero los destellos se me quedan tatuados. Quizá, este pueda serle útil a alguien. Miliki y su hija habían venido a actuar para un niño invidente. Se me encargó que les entrevistase, sin citar el nombre del niño ni de su familia. Al despedirse él me dijo: «Adiós, y quiere mucho a tus padres». ¿Cómo olvidarlo? En ese momento, ella asintió y me sonrío con dulzura. Según cuenta, en la década de los noventa vivió siete años de desesperación espiritual y de angustia anímica, pese a ser feliz en su matrimonio (es viuda desde 2019 del gran empresario de circo Manuel Feijóo Sánchez), hasta que encontró la paz en la Virgen María… y al leerlo me pregunté si aquella tarde de nuestra entrevista ya estaba habitada tanto por su dolor futuro como por la liberación del mismo. A veces, el adiós procede al hola. Sobre su sonrisa había ya posados ángeles, lo intuí entonces y ahora lo sé. Me pareció entrañable que Miliki se despidiera de mí como si quien lo acababa de entrevistar fuese un niño, pero… ¿acaso no lo era? Nunca han dejado de conmoverme sus palabras.

También leo en los medios acerca de las dolencias psíquicas que la pandemia provoca en la sociedad, pero tales ¿se deben solo a ella o ha manifestado un mal que llevaba desde hace mucho incubándose? A veces, la tristeza es clarividencia. Un paso previo e imprescindible. Pero hay curaciones, algunas —como el amor— casi tan viejas como el mundo.

Llevo ya tres largas décadas escribiendo esta columna. No retengo fechas ni direcciones, nombres ni aniversarios… pero el corazón tiene memoria y puedo recordar con nitidez aquella tierna despedida del payaso. Y la sonrisa cómplice de su hija al escuchársela.

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