Diario de León

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M ás que su enorme talla de teólogo estrella, lo primero que nos admiró de Hans Küng fue no tener cara de cura ni los modosos gestos del clérigo que sonríe con la mano de pedir mientras en la otra esconde bula o hisopazo; tenía más cara de canciller a lo Billy Brandt que de jesuita sibilino a lo Joseph Ratzinger, su compañero, por cierto, como peritos pontificios en el concilio Vaticano II, ¡con solo treintaitantos los dos!, unos lumbreras. También le ayudaba no usar mucho el traje talar y vestir corbata en cátedras y vida pública; no dejó de ser sacerdote hasta anteayer, muerto a los 88 en Tubinga, Alemania; ni quiso ser otra cosa que cura, aunque Roma le suspendió como  teólogo católico ; y ni siquiera el  papa Francisco  le devolvió esa dignidad, que le sobraba sin que Roma pudiera impedir la dimensión universal y respeto a su pensamiento, guía de todo católico progresista, su candil. Tras él siempre fue la controversia (el pensamiento es eso). Y si te leen cosas suyas estudiando con 17 años Filosofía en los dominicos de Caldas de Besaya, se te iluminan y te bendicen las ganas de rebelión que hay que tener a esa edad (y en las siguientes, que pasar después de incendiario a bombero es muy chungo y avergüenza). Algunos frailes jóvenes leían entonces la nueva teología de Küng y sus pares: Karl  Rahne r, Yves  Congar  o  Schillebeeckx  (estos últimos, dominicos también); ¡cuánto agradecí el daño que nos hicieran!...

El objetivo de Küng fue crear una Ética Mundial: “ No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; y no habrá diálogo entre las religiones si no se investigan los fundamentos de las religiones ”... Pero ¿quién está dispuesto a admitir que algún fundamento pueda ser de barro y apearse del burro?... darse coces y no la mano seguirá siendo la norma, lamentó Sócrates, que llama maestro a Küng con reverencia inusual en él. Sabe que sus ideas volverán a ser guión cuando muera toda esta generación de esclavos de la fe hermética. E insistió: hay que leerle... y reléale el olvidadizo.

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