Diario de León

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Siempre que veo en el Tour de France paisajes y pueblos a vista de pájaro me entra una envidia sana y otra cochina que concluyen inevitablemente en depre. No aprendo y vuelvo año tras año a infectarme con lo que ahí va desfilando: la belleza deseada. ¿Cómo lograron los franceses que tantísimas de sus poblaciones sean real o republicanamente tan guapas luciendo armonía arquitectónica, ordenación elegante y un pacto hermoso entre el árbol y la piedra levantada o entre la agricultura y su naturaleza feraz?... ¿cómo lo hacen pareciéndonos aquí imposible?... item más: ¿es que no existe en esa república la Francia vaciada?, pues no se ve especial despoblamiento, ni campos baldíos, ni esos pueblos con cuatro viejos como vacas mirando al tren que tanto asoman aquí cuando la Vuelta Ciclista a España redunda en lo árido, el barbecho, la soledad o el despitote de solares, chatarras y chabolos.

Cierto que al ser el Tour una inmejorable pantalla propagandística (Francia es la primera potencia turística de Europa con España siempre al rabo, aunque por delante de Italia) nos enseñan cuidadosamente lo más guapo y no hay lugar por donde pase en que el realizador no se escape de la «serpiente multicolor» y se recree mostrándonos cada iglesia, chateaus casi versallescos, fortalezas a manta, palacios y mansiones, monumentos o caprichos. Sobran pueblos en Francia donde, si manda la pizarra, a nadie se le ocurre poner teja o desigualarse con modelnas pirulerías aquí tan frecuentes; seguramente tampoco se permite y la ley del común se acata, otro desideratum en estos desgobiernos de lo cutre.

En estas, Otavito propuso elegir pueblos de León que sean enteramente guapos, no solo en casco antiguo, sino hasta su derredor, en lo nuevo y sin elementos que chirríen... y de los propuestos se fueron cayendo todos hasta quedar uno solo entre los mil cuatrocientos: Castrillo de los Polvazares. Resuelta así la propuesta, la depresión se nos hizo general para concluir que es el mal gusto lo que nos hace ingobernables.

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