Diario de León

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Melancoliza el tono Sócrates al decirnos que su patria no es la infancia, sino los sabores. Y su cátedra, aquella cocina familiar, justo de grande para acoger al comer a los trece pobladores de la casa (más la criada a la mesa, una más, aunque la madre del profesor jamás logró extirparle la manía servil del «sí, ama» cada vez que la llamaba). La cocina, grande... la anden o no le anden. Y venía esto a cuento del proyecto de ley que debatirá el parlamento vasco exigiendo que las cocinas tengan al menos siete metros cuadrados o no será «habitable» la vivienda. Basta de tantísima cocinita-celda donde solo cabe la mujer de la casa impidiendo que entre ahí el hombre a las tareas que también deben serle propias. Loable objetivo. Recrecer la cocina es resocializar la vida de esa casa. Pero no lo vendan como novedad, sino como reconquista.  Antes, toda cocina tiraba a grande , hasta la pobre en su medida. Era la estancia principal de la vivienda, su corazón de lumbre, el lar, siempre con afanes, charlas y perfumes que desataban a los jugos gástricos. Piensa en la suya Sócrates y se la vende al que la sueñe: cocina de dos escaños con cojín o manta doblada, cinco sillas, dos banquetas, una mesa matancera de dos grandes cajones (cubiertos y servilletas en uno y en el otro un verdadero caos con todo lo de «por si acaso»), un aparatoso aunque modesto aparador, un armario empotrado despensero... y crepitando, una cocina bilbaína de carbón que enrojece las noches crudas y en torno a la que se alza una trébede azulejada con un breve taburete donde la tropa menuda pelea por subirse antes de la cena porque allí está el calorcillo y el enredo... o la ropa tendida en invierno dándole a los críos un fondo de teatrillo y bambalinas. Esa cocina necesariamente reúne a todos dos o tres veces al día y eso significa saludable concejo abierto, cónclave familiar... o patio cuartelero, que de todo hay en esta viña.  

El desideratum de la ley vasca es esa amplia (también soñada) cocina-comedor americana que tanto sale en la tele. Dice Sócrates que no está mal, pero sus sabores están muy lejos de su patria.

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