Diario de León
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El rincón | manuel alcántara

Los pobres profesionales empiezan a ser mal vistos. Hasta hace poco cumplían la importante función social de creernos que somos muy buenos todos lo que les socorremos con unas monedas por la calle. Ese magnánimo gesto ha venido permitiendo que no se extinguiera el linaje de los menesterosos. Había familias pudientes que congregaban, un día determinado, a sus mendigos favoritos. Los había tan audaces que incluso se arriesgaban a besarle la pródiga mano a la caritativa señora, que tenía fijado un día para congregarlos, con la finalidad de que no se produjeran aglomeraciones. En mi remota niñez, que por cierto se está volviendo cada día más reciente, era famosa «La pringá de doña María», una señora de gran corazón semanal que le ordenaba a sus servidores que le hicieran un puchero aproximadamente comestible a todos los hambrientos del barrio, más allegados. Las cosas han ido variando, gracias al innegable desarrollo experimentado, y ahora hay una persecución contra los desvalidos.

Algunas tribus urbanas les atacan con hachas mientras duermen, cobijados por cartones. Es raro el día en el que no leemos en el periódico que no han matado a un pobre, nativo o de importa ción. Los defensores de la ciudad, no sabemos si por contribuir a su limpieza o por puro impulso cinegético, salen a la caza de desharrapados. A los que van de safari les da igual que sean pobres manuscritos, de esos que se ponen un cartel en el pecho, o pobres genuflexos, o bien pobres insultadores, de esos que se cagan en el padre del señor o de la señora que rehúsa a darle limosna. Lo que parece importarles es disminuir su número. Sin duda saben que, junto a la ignorancia y la crueldad, es la miseria el mayor enemigo y piensan que para acabar con la pobreza hay que acabar con los pobres.

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