Diario de León
León

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Lluvia de manzanas en septiembre sobre las huertas. Mansas y rítmicas como aldabas que tocan a la puerta del otoño antes de que entre San Mateo. Y la savia orgullosa en la herida supurante que dejó la poda de los chupones de los frutales. León es más León en otoño: una tierra para el abandono de los ocres en las matas de los robledales, un monte gafo de árgomas para la guerrilla de los jabalíes, una espesura de abedules con las mellas de celo de los corzos en el tronco y la berrea en las hojas, una campera rala para que las vacas rumien con abnegación la otoñada...

Esta es una provincia para la estación de los trenes perdidos que se entrega al tránsito otoñal con sumisión, como un personaje de García Márquez. Quizá ese coronel que, mientras espera una carta que nunca llegará en la que se le reconozcan sus méritos pasados con un paga digna, se niega a sacrificar el gallo de pelea que le dejó su hijo y cuando le pregunta su mujer desesperada qué comerán le contesta con orgullo: «Pues comemos mierda».

Camino va la realidad de convertirse en ficción en una escena tan fecunda para lo literario, como bien atestigua la nutrida nómina de escritores leoneses. Ayuntamientos con más acreedores que vecinos y una cuenta de deuda que pagarán las dos próximas generaciones; una Caja que atesoró el ahorro de miles de leoneses como hormigas, a los que convencieron de que la apuesta por lo propio redundaría en prosperidad común y ahora han vendido de saldo los gobernantes que la convirtieron en un coto privado; un tejido empresarial enquistado en la cultura del amiguismo y la figura del conseguidor, en el que unos pocos, siempre los mismos, hacen negocio con la ruina y la mediocridad del resto; una sociedad envejecida y acostumbrada a no levantar la voz hasta que palpa con el dedo el agujero en el bolsillo del pantalón, a la que la fuerza de la rutina ha convencido de que el chantaje pasa por una forma de contar con ella... En el paisaje se yerguen las figuras del político y el cacique, que en muchas ocasiones son lo mismo, y crece la paisanada en segunda fila, rezungona y resignada, para dar coro al miserere de lamentos en el que la han encerrado como trampa.

Como esos manzanos cargados, con muletas en los caños, a los que se pudre el fruto y se golpea al caer. El otoño se remite a una estación en pasado, como León.

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