Diario de León
León

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Con el tiempo, que es el principio activo de la relatividad, parece claro que aquello de los peines sedosos de Amilivia fue un chascarrillo. Una broma de menú del día que, cocinada entre los fogones de Suero de Quiñones y las parrillas torrantes de Ordoño II, se convirtió en plato delicatessen a fuerza de márketing.

Aquellas imaginarias de Alejo para llevar al Primero de la Mañana las últimas novedades de la fusión culinaria que algún avezado quiso elevar al punto de caso guaterguei (por el coste investigador que empleó en el rastreo de las facturas que luego se fotocopiaron en la quinta planta de la antigua sede de la difunta Caja León) no pasan la frontera de tontería al lado del tsunami que asalta a la sociedad civil desde el mar de la política. Sonrojados, los parados se preguntan por el qué hicieron ellos para merecer lacerantes humillaciones, como ésa de levantarse cada día con la necesidad aporreando a su puerta mientras los esforzados de la ruta les pasan por las narices soldadas mensuales por pinar el dedo que un mortal sólo igualaría si emplea en ello planes quinquenales.

Ahora, que ya es de dominio público que entre la orilla de los políticos y la gente normal media un mar rojo de mesas de trileros y griterío de tipos que invitan a buscar la bolita bajo tres cubiletes, el desierto gana millas con esas legislaciones que vinieron a justificar más y más la presión al contribuyente; la gente está harta de pagar las cuitas de los hombres patrios, las dietas y banquetes por la filosa, que se sustentan a base de leyes que elevan el golpe de vista al nivel de prueba de cargo.

León siempre fue tierra de picarones y asalta caminantes, de esos que en otra época hacían ¡uh! a los peregrinos jacobeos y ahora meten mano en los ahorros proletarios y la cartilla de las abuelitas viudas de los pueblos. Los salteadores se desparraman por León igual que las lucecitas de los puticlubes, que es el único negocio que junto al de las funerarias no amenaza ruina en esta provincia, y como los luminosos de los lupanares y las luciérnagas sólo brillan por la noche; cuanto más oscuro se torna el medio, más dinero ganan, más tiempo tienen para hincarle el diente al conducto sanguíneo del hombre de a pie. Y el paisano, ya hasta el gorro, comienza a preguntarse seriamente qué necesidad tiene él de correr con los gastos y, encima, de ir a votar el 20-N para justificar el festín.

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