Diario de León
Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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Oportunamente se ha recordado estos días que, tras la crisis del 92 y antes de que Aznar accediese al gobierno en 1996, la economía española experimentó unas serie de devaluaciones del orden del 24%, lo que devolvió la productividad y el dinamismo perdidos al sistema económico e hizo posible el milagro posterior que nos introdujo en el euro. Lógicamente, España se empobreció con aquellas devaluaciones, pero el país superó el bache en poco tiempo y los ciudadanos pudimos volver a empezar, desde cotas inferiores, a recorrer el camino de la prosperidad.

Ahora, en cambio, las devaluaciones son imposibles en la eurozona, por lo que los países en situación crítica no pueden liberarse de la deuda, del déficit y de sus acreedores renunciando a una parte de su riqueza. Están por ello sometidos a procesos literales de empobrecimiento.

En España experimentamos esta incómoda sensación del final de la fase de opulencia en un ciclo largo que ahora se encuentra a su nivel más bajo. Si antes veíamos eufóricos y con legítimo orgullo el surgimiento continuo de nuevas y grandiosas realizaciones —aeropuertos, autopistas, edificios emblemáticos—, hoy asistimos perplejos a la falta de recursos incluso para conservar aquellas faraónicas construcciones. Y ya no nos es dado el recurso a aquella terapia de devaluación que, aunque tenía su vertiente dramática, nos situaba a las puertas de un renacimiento. La principal consecuencia del corsé monetario que nos impone el euro es que, al no poder realizarse el ajuste por el tipo de cambio, ha de hacerse mediante el empleo y el salario, lo que produce la transferencia del empobrecimiento macroeconómico al microeconómico, al de los individuos. El inmanejable desempleo español proviene, en buena parte, del estallido de la burbuja inmobiliaria, pero también de la necesidad de los empresarios que aún están activos de conseguir a toda costa más productividad.

Esta evidencia abona la tesis de la inviabilidad del euro con los planteamientos actuales. La moneda única no soportará los contrastes que ya son un hecho entre los países acomodados que sortean la crisis con alguna dificultad y los países que se han sumido en el pozo del empobrecimiento material y visible, el desempleo, los desahucios, la falta de expectativas y la ruina general. No es estable una UE en la que falten las mínimas redes de solidaridad, a cambio —eso sí— de una armonización federal que centralice la soberanía y asegure una gobernanza homogénea. Por decirlo coloquialmente, la moneda única no tiene siquiera sentido si al instalarla no hemos estrechado lazos políticos, económicos e incluso afectivos en esta colectividad trabada por la divisa. Y, sensu contrario, hay que afirmar con claridad que, si las cosas no cambian y si no surge un potente liderazgo europeo que genere cohesión, el futuro de los países con mayores dificultades será mucho más feliz y brillante fuera del euro que dentro de él.

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